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Raquel Fuertes

Mi madre me contaba que en su niñez sólo tenía un vestido. De lunes a sábado lo llevaba del revés y los domingos se lo ponía del derecho. Imagino que para ir a misa. Un armario tan corto tenía sus ventajas. Eran seis en casa y la única lavadora era el lavadero donde se juntaban a lavar y charrar. No quiero imaginar la temperatura del agua en aquellos inviernos.

Tenían tan pocas cosas que se inventaban muñecas y balones con trapos y en vez de juguetes se dedicaban a jugar con otros niños del pueblo por las calles entre mandao y mandao. Que allí todos colaboraban sin rechistar.

Yo la escuchaba siendo consciente de la pobreza en la que vivían. No es que yo tuviera infinidad de muñecas o vestidos, pero antes de subir al pueblo en verano pasábamos cada año por la mercería “de los de Mora” y comprábamos lo necesario para pasar la temporada. Un lujo.

Ella, en cambio, no me contaba aquella escasez con tristeza ni resentimiento. Hasta se permitía salir corriendo cuando oía que sacaban el rancho porque demasiados días tocaba comer nabos cocidos y no le gustaban.

Sí, se podía vivir con tan pocas cosas sin sentirse infeliz. En cambio, hoy, hasta el niño pide el móvil o la tablet en cuanto tiene uso de palabra y los adultos nos sentimos frustrados si no poseemos la última versión, el último modelo, lo más nuevo. Por no hablar de los adolescentes que fían a sus posesiones, a las marcas la construcción de su imagen personal. Nuestra identidad supeditada a las cosas.

Y como las cualidades de último y nuevo son tan efímeras, acabamos acumulando. Difícil es que algo adquiera el carácter de especial. Cosas y cosas que, a la vez, nos esclavizan (conseguirlas y mantenerlas requieren nuestro esfuerzo) y se convierten en depositarias de los rasgos de nuestra personalidad (nuestras elecciones reflejan gustos y aspiraciones, es innegable). Poder, poderío o dependencia.

Por eso, sobre todo en esas temporadas donde no hacemos más que seguir acumulando lo que no necesitamos, quizás deberíamos parar, mirar armarios, bolsillos, llavero, garaje…, hasta nuestra nevera. Y ver qué es lo que realmente necesitamos y qué es lo que acumulamos para tapar agujeros de carencias que no se resuelven con tarjeta de crédito. Nuestras cosas hablarán de nosotros. Que sea para bien.