No sé si a estas alturas defender el trabajo y el sentido de espectáculo de Chanel en Eurovisión (me guste más o menos) me coloca en el disparadero de los orcos de Mordor y me desacredita para hablar en calidad de mujer o si mi experiencia de casi cuatro décadas como persona menstruante me avala como para poder hablar de la regla.
Vivo en un sinvivir. La extrema derecha habla de la mujer como un ser tan fuerte y poderoso que mejor que se quede en casa. Y la izquierda más, sobre el papel, progresista habla de nosotras como seres vulnerables en manos del malvado heteropatriarcado que ya no sé dónde mirar.
Como los que tocan poder ahora son los segundos, hemos pasado a un estado de sobreprotección, me repito, sobre el papel, que sería de aplicación si fuésemos personas de segunda categoría, permanentemente agredidas y que necesitarán reivindicarse en cada momento solo para garantizar su supervivencia. O sea, el sexo débil.
Este discurso retrógrado y contradictorio (más visual: teta de Rigoberta, bueno; culo de Chanel, malo) nos lleva a situaciones como la actual: todos los “señoros” convertidos en expertos en síndromes premenstruales, reglas dolorosas y menstruaciones hiperabundantes.
Alimentamos discriminaciones positivas que se pueden volver en nuestra contra en lugar de igualar y crear sistemas que no obliguen a nadie a trabajar con dolor o cuando la sangre, perdonen la imagen, a veces pasa, llega a las rodillas.
Pero el dolor, sea cual sea, peor si es periódico, requiere algo más que una baja (a ver cómo han previsto aplicar en la práctica una baja que puede durar unas horas o concentrada en uno o dos días con el actual sistema de atención primaria). Requiere que las mujeres, si nos centramos en este caso, puedan recibir el tratamiento ginecológico necesario, sin normalizar el dolor. O sea, ir al origen del problema sin convertirnos en enfermas crónicas o en trabajadoras poco rentables que, según los “señoros”, cogerán bajas al gusto para hacer puentes mensuales. Porque, ¿cómo lo hemos hecho hasta ahora?