A veces te da tiempo a prepararte. A idear discursos, correos personalizados, hasta una fiesta de despedida. Los compañeros, antes de pasar a la categoría de ex, firman en una postal hortera en la que podrás perder sus deseos para siempre. Es la hora de marchar. Empieza una nueva etapa. Jubilación, excedencia, nuevo empleo…
Te gustaría poder irte con la elegancia de Ana Blanco. O con la emoción contenida y el abrazo de decenas de compañeros como Pedro Piqueras. Hasta con los cientos de tuits, mensajes, columnas y cartas al director con las que se ha marchado Chema López Juderías, a pesar de las circunstancias. Pero sabes que lo más probable es que sólo te quedes con la parte mala: con un despido con cajas destempladas en el que apenas te dé tiempo a borrar tu cuenta de WhatsApp antes de devolver el teléfono, coger el portacelo, la grapadora y la foto de familia. Lo primero no lo volverás a utilizar nunca, lo segundo es a lo que te vas a aferrar, lo único que ves seguro: la familia y los amigos que queden después de esto. Una criba en la que quedarán los de verdad.
Cuando no puedes elegir el momento sino que el momento te elige es difícil tener una buena reacción preparada. Cuando la hora de marchar viene por sorpresa salir airoso es un don que sólo poseen los que no tienen nada que reprochar, poco que perder y ninguna incertidumbre sobre su futuro. O sea, casi nadie.
Por eso, cuando has llevado una vida en el alambre de las relaciones, en la que tus decisiones eran de largo alcance y cuando ya has mordido el polvo de la defenestración y el olvido, encontrar una tercera vía entre la obediencia y el despecho, entre el agachar la cabeza y morir matando, es digno de admiración.
Hace falta tener mucho miedo o ser muy osado (o saber mucho o querer mantener el aforamiento) para no coger el petate con 64, cobrar unos meses de paro y jubilarse. Ábalos se queda en el grupo mixto, con su paga y su sombra ¿amenazante? cerniéndose sobre un gobierno incierto al que sólo le faltaba la sombra de la corrupción. Ya estamos todos.