La primera vez que me alojé en un hotel y pude bañarme en una piscina tenía trece años. Hoy parece algo impensable, una exageración literaria, pero soy de esa generación en la que nuestros padres salían por primera vez de la provincia para hacer la mili (y al mío le tocó Zaragoza). Así que sí, a esa edad solo había veraneado en el pueblo y como vivía en una ciudad con playa la opción de la piscina ni se barajaba. Entre tantas emociones (también era la primera vez que iba a pisar el extranjero) recibí una visita inoportuna: la regla. Qué vergüenza, qué incomodidad. Lo último que quería es que mis compañeros de clase supiesen qué me pasaba. ¡Y no quería dejar de bañarme en la gélida piscina pirenaica! Corrían los años 80 y aquello (“el cambio”) era tabú, incómodo.
Qué absurdo, ¿verdad? Afortunadamente, esas situaciones se dan cada vez menos y la naturalidad sobre la menstruación ha llegado hasta los anuncios absurdos en los que (al fin) la sangre es roja. ¿Todo bien, no? Pues no.
Antes de que acabe el verano cumpliré 52. No hace falta tener excelsos conocimientos en hormonas femeninas para ubicarme en la perimenopausia. Hasta aquí todo normal, ¿no? Pues no. Ya les digo yo que en cuanto se menciona en voz alta algo tipo “sofocos”, “suelo pélvico”, “cambios de humor”, “desarreglos”… el interlocutor (ojo, o interlocutora) o lector, mira hacia abajo, con pudor, incómodo por la ¿confidencia? Como si fuera algo secreto o extraordinario. ¿O vergonzante?
Creo que las mujeres de mi generación ya hemos superado ampliamente el estigma de que nos llegue “el retiro” (recuerdo que mi madre, mis abuelas y mis tías lo denominaban así). Está claro que seguimos siendo igual de válidas que en nuestra anterior etapa hormonal y todos coincidiremos que procrear a los 50 no es lo idóneo, en cualquier caso. Así que ¿qué cambia? Cambia nuestro físico, nuestra química y quedamos más expuestas a determinadas patologías. De acuerdo. Por el contrario, ganamos en libertad y nos quitamos el lastre mensual que nos acompaña cuatro décadas. De cara al exterior, a nuestro papel en el mundo, nada cambia. Somos las mismas. Más maduras, más sabias, más serenas. Bellas de otra manera. Pero las formas de evolución de la femineidad nunca deberían resultar incómodas. Es la naturaleza. Es la vida.