He estado unas horas en Madrid. Ya sé que no es noticia. Es un poco pobre hasta para mí puesto que no constituye nada interesante, extraordinario ni novedoso. Lo diferente de este viaje han sido los pequeños sucesos vividos en mis escasas dos horas de libertad entre trenes. Anécdotas insulsas que me han hecho sentir tan de provincias como la primera vez que llegué en bus a Madrid allá por los 90.
Aunque por mi edad y por los kilómetros recorridos podría parecer una mujer de mundo, la verdad es que muchos de los kilómetros han sido en viajes repetidos (léase Cedrillas y Madrid, principalmente) y eso no te debe de dar lo que algunos llaman mundología.
He empezado a sentirme de sitio pequeño cuando he visto a Gonzalo de Castro (el de Doctor Mateo, ¿se acuerdan?) y me he acordado de una amiga que hace ya décadas me preguntaba cada vez que iba a Madrid si había visto a algún famoso. Me han dado ganas de llamarla y decirle que sí. No suficiente con eso, en la Puerta del Sol me he cruzado con las obras (hay cosas de Madrid que no cambian) y con Ortega Cano. O con su clon, que me he olvidado de las gafas.
Luego, como si en mi ciudad no hubiese tiendas ni heladerías, he comprado unas camisetas de franquicia disponibles en todas las capitales de provincia (excepto Teruel y Soria, todos sabemos por qué) y un helado con cosas con el que he bajado pringándome cara, manos y pantalones por toda la Carrera de San Jerónimo. Salían sus señorías del hemiciclo y me he cruzado con Suárez Illana, Rufián y Ana Pastor. Un auténtico mezcladito que me ha hecho sentir en medio del telediario.
Absolutamente pringada con el helado y el dulce de leche he aparecido en Atocha, dispuesta a llegar a casa en hora y media. Y, ahí sí, he recordado que sería imposible viviendo en Teruel, la ciudad a la que no es posible llegar en menos de cuatro horas desde Madrid en transporte público. ¿Y a quién le importa fuera de Teruel? Parece que a nadie.