Pocos electrodomésticos hay que favorezcan tanto la autoflagelación como las básculas. Aficionadas a atraer polvo y pelusas, son también depósito de culpas y frustraciones alrededor de números que nos funcionan como objetivos inalcanzables, fracasos estrepitosos o testigos de lo que no debimos hacer.
Ese peso se convierte casi siempre en condena. Muy pocas veces nos sentimos satisfechos con la parpadeante cifra digital que nos proporciona esa máquina de tortura que nos lleva por la calle de la amargura. Adelgazar o engordar siempre como objetivo. Porque de aceptarse tal y como somos ni hablamos.
Sin embargo, la vida nos va enseñando que no son esos kilos en los que se combinan desequilibradamente músculo, agua y grasa los que más pesan. Al pasar la vida se nos van acumulando dolor, culpa, inquietud, angustia, incertidumbre, tristeza… y todo eso pesa.
Siempre recordaré la conversación con una mujer que había atravesado un momento muy duro, con toda la opinión pública en contra de un supuesto comportamiento que comprometía su carrera profesional. Yo creo que ella era inocente en tanto que desconocedora. Y también ingenua por naturaleza. Me dijo algo que se me grabó: “Yo no sabía que la angustia duele”.
Y tanto que duele. Y ese dolor, o el que provocan la pena o la desesperación o la pérdida, pesa. Es algo físico.
En el corazón habita con los años una losa que se alimenta de las experiencias de una vida y que nos recuerda, al tiempo, lo que hemos vivido y lo que hemos sufrido. Lo que forma parte de cómo somos en cada momento de la vida.
Oía el otro día que cuando compartes tu vida con una persona a lo largo de los años, en realidad, las dos personas que iniciaron la relación y las que son ahora tienen poco que ver. De ahí la magia y el milagro de esas relaciones largas en la que ambos comparten todo lo vivido y, entre ello, también ese peso en el corazón. Convivir con él, ser consciente de que existen la tristeza, el desasosiego o la penitencia, si son creyentes, es parte del proceso. Sin números digitales.
Ese peso se convierte casi siempre en condena. Muy pocas veces nos sentimos satisfechos con la parpadeante cifra digital que nos proporciona esa máquina de tortura que nos lleva por la calle de la amargura. Adelgazar o engordar siempre como objetivo. Porque de aceptarse tal y como somos ni hablamos.
Sin embargo, la vida nos va enseñando que no son esos kilos en los que se combinan desequilibradamente músculo, agua y grasa los que más pesan. Al pasar la vida se nos van acumulando dolor, culpa, inquietud, angustia, incertidumbre, tristeza… y todo eso pesa.
Siempre recordaré la conversación con una mujer que había atravesado un momento muy duro, con toda la opinión pública en contra de un supuesto comportamiento que comprometía su carrera profesional. Yo creo que ella era inocente en tanto que desconocedora. Y también ingenua por naturaleza. Me dijo algo que se me grabó: “Yo no sabía que la angustia duele”.
Y tanto que duele. Y ese dolor, o el que provocan la pena o la desesperación o la pérdida, pesa. Es algo físico.
En el corazón habita con los años una losa que se alimenta de las experiencias de una vida y que nos recuerda, al tiempo, lo que hemos vivido y lo que hemos sufrido. Lo que forma parte de cómo somos en cada momento de la vida.
Oía el otro día que cuando compartes tu vida con una persona a lo largo de los años, en realidad, las dos personas que iniciaron la relación y las que son ahora tienen poco que ver. De ahí la magia y el milagro de esas relaciones largas en la que ambos comparten todo lo vivido y, entre ello, también ese peso en el corazón. Convivir con él, ser consciente de que existen la tristeza, el desasosiego o la penitencia, si son creyentes, es parte del proceso. Sin números digitales.