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El golpe El golpe
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Raquel Fuertes

No compraba atún desde antes de la guerra de Ucrania. No sé si teníamos almacenado tras varias compras sin constatación previa de estocaje doméstico o si teníamos cierto hartazgo. Pero sí, han pasado largas semanas sin acercarme a la estantería del atún en aceite de oliva. Al ver el precio casi me da un patatús. Intenté amortiguar el golpe estudiando la antes socorrida opción del girasol, pero de poco sirvió: por 20 céntimos me llevo el de oliva. Eso sí, cuando la lata se convierta en bocata voy a saborearlo como si fuera una delicatessen del rincón del Gourmet. Por lo menos, como tal lo he pagado.

Si todo se quedara en la lata, solo daría para anécdota y poco más. Sin embargo, que el atún con olivas haya pasado a categoría de semilujo solo es un ejemplo del empobrecimiento real que, gota a gota (¿recuerdan la gota malaya?) nos va haciendo un poco más pobres sin darnos cuenta.

Recuerdo cuando era pequeña y las chuches valían una peseta. De un día para otro pasaron a costar un duro y mi candidatura a las caries cayó en picado. Pues algo así está pasando con todo: con lo básico y con lo superfluo, con lo necesario y lo que nos da alegría.

Que un disgusto ahora ya no se cura con ir a Zara o Ferran a echar la tarde, que ese momento de desahogo “porque yo lo valgo” se queda reducido a una navegación sin rumbo por las páginas de compraventa de ropa de segunda mano. Que salir a comer de menú ya no son 10 euros en el bar de confianza sino 11 más bebida.

Que así, golpe tras golpe, se nos va quitando, primero, el acceso a lo que nos da vidilla y, después, a este ritmo, el acceso a lo que realmente necesitamos.

Algunos lo llaman inflación y en las noticias no dejan de salir gasolineras (vale la pena llenar el depósito con vino espumoso), mercados con besugos que no dejan de mirar cómo los compradores pasan de largo y expertos que explican por cuánto sale poner una lavadora.

Mucha tristeza a la vista si alguien no pone remedio.