Hoy he comido con dos embarazadas. En otra época era algo no infrecuente e incluso yo fui una de ellas un año y medio de mi vida. Hoy, sin embargo, cuando ya solo las amigas jóvenes (y osadas, olé por ellas) y poco más te dan estas alegrías te das cuenta de que pasa la vida y de que hay etapas que tocan a su fin apuntando a cierre definitivo.
Cuando el mundo de los bebés queda como algo lejano y ajeno y en días como este jueves lo cierto es que el bombo que queremos tener más cercano a nuestra suerte es el de la lotería.
Que sí. Que Hacienda se lleva un pico. Que te saca de pobre solo “para tapar agujeros” y que no te retira del mundo de la cotización. Pero, ay, qué ilusión te hace cuando sale tu número con algo más que la pedrea.
Descartados ya los bombos que nos traigan el regalo de un hijo, siempre nos queda el nerviosismo del 22 de diciembre por si sí. Por si este año toca. Por si es justo ese número que comparto con buenos amigos. Por si le sirve a mi madre para cambiar los muebles del comedor o a mi hermano para comprar la bici eléctrica que ha visto en aquel escaparate. O en casa, por qué no, para hacer ese viaje tantas veces pospuesto y empezar la escritura de ese libro para el que nunca hay tiempo.
No, el dinero no da la felicidad. Pero la ilusión por poder tener al alcance de la mano ese sueño que se nos antoja imposible sí nos permite rozar esa sensación. ¿Se imaginan la posibilidad de poder disponer de tiempo sin obligaciones y sin la presión de tener que utilizarlo obligatoriamente en hacer algo para ganarse la vida? Ese sí que es un crédito por el que firmaría yo, por mucho que continuara trabajando (que nos conocemos).
En cualquier caso, cuando al final de la tarde constatemos que, un año más, tenemos que seguir adelante con nuestras vidas al no verse incrementado nuestro patrimonio haremos lo que es de ley en estos casos.
Y así, sin más, otro año acabaremos pidiendo salud. El mejor premio y sin sorteos. Que no nos falte.