Recuerdo la primera mañana que coincidimos en la estación de metro. Ella vivía en aquel pueblo desde siempre y yo hacía muy poco. Nos dirigíamos hacia la misma oficina donde yo le sacaba unos años de ventaja y en la que ahora ella me gana por lustros. Porque ya hemos empezado a contar los recuerdos y vivencias por bloques temporales que delatan los años que, aunque no lo parezca, sobre todo en ella, ya tenemos.
Qué difícil es contar la vida de una amistad. Por qué unas personas llegan a tu vida, se convierten en estrellas invitadas de algunos capítulos y luego desaparecen y otras, en cambio, siguen ahí, con una presencia y un protagonismo que hacen que su vida forma parte de la tuya. Amigas, amigas.
Hemos pasado tantas cosas, nos han pasado tantas cosas, hemos sido capaces de tantas profundidades y tanto drama y de tantas alegrías y tanta risa que parece imposible que, a veces, pasen meses sin vernos o alguna semana sin hablarnos. Pero así son las grandes amistades en la madurez. El reencuentro siempre produce la sensación de que la conversación se había interrumpido hace apenas un rato y se retoma en el mismo punto o en otro totalmente dispar. Vamos, como en cualquiera de nuestras conversaciones.
Ahora ella va a dar un paso que puede ser confundido con un simple trámite, pero que yo sé que le hace feliz entre las sombras que siempre acompañan cuando es la vida lo que se cuenta no solo en bloques de lustros, sino que admite con holgura las décadas.
Un par de tardes de lunes han bastado. Que a resolutiva en las decisiones importantes no le gana nadie. Una para ver vestidos (me costará perdonarle no haber alargado un poco más esa búsqueda) y un ratico del siguiente lunes para las alianzas que simbolizan el compromiso de ese amor que le cambió la vida. Que le ha dado la fuerza para combatir lo peor y la ilusión para seguir dándole un sentido a esto que llamamos vida. Dos lunes para empezar una nueva etapa en la que les deseo toda la felicidad que merecen. Y estar ahí para compartirla.