Podría decir que llego a casa tan cansada que no me llega ni para atender algo que requiera un mínimo esfuerzo crítico como son las noticias de la noche, pero voy a simplificar y ser honrada: cuando no las veo es porque no quiero. “Pero si eres periodista”, me dirán, y no sin razón. Pero es que hay días, semanas, meses y épocas en los que la desconexión, al menos en los momentos (cada vez más escasos) dedicados a la vida personal, es un lujo que se convierte en necesario.
Para nuestra salud mental, para nuestro equilibrio, para no vivir entre el ay y el constante mal humor. Lo que no son malas noticias por su deshumanización u horror intrínsecos son malas porque el ser humano se ha convertido en un espécimen egoísta, detestable y al que los demás le traen al pairo. Yo, yo y yo. El signo de nuestros tiempos.
Así que si un día, por error o coincidencia horaria, me encuentro cenando frente al desastre del terremoto de Turquía, ante un discurso multitudinario y megalómano de Putin o en plena pelea intestina para saber si ‘sí es sí’ o ‘no es no’, solo me nace cambiar de canal y volver a la desconexión, al menos en ese ratito que solo debería pertenecerme a mí, a mi familia.
Pero no. Todo es espectáculo. Vivimos en un mundo de infoxicación tal que nos permite convertirnos cada semana en expertos de todo: derecho penal, táctica militar, virología, fútbol, aeronáutica o construcción de precios. No hay nada que se nos escape. Y en cualquier momento o situación somos capaces de encontrar el dato que nos falta o la declaración de (otros) expertos que refrenden nuestro saber ante quien nos quiera escuchar.
Y esto pasa hasta tal punto que estamos en riesgo de perder esa humildad que proporciona la madurez: ese momento de lucidez en el que te das cuenta de cuánto ignoras y que solo puedes aspirar a una pequeña parcela de conocimiento. En vez de esa realidad objetiva y certera que nos lleva a comprendernos como seres en eterno proceso de aprendizaje nos entregamos a la vanidad de creer que lo sabemos todo (o casi) sin darnos cuenta de que, en realidad, tocamos de oído y que nunca llegaremos a desentrañar la clave del pentagrama del mundo y la existencia.