“Crecer es fingir que entiendes”. Leo a vuelapluma esta sentencia de Juan José Millás y me siento a la vez aliviada y descubierta. “No soy la única”. Y ahora todos lo saben. Este síndrome del impostor con el que muchos convivimos debe estar bastante extendido. Aunque, si fingimos entender, lo de ser un impostor no es un síndrome sino una realidad: pasamos por la vida como expertos en habilidades que, seguramente, no tenemos.
Estamos en verano así que no nos pondremos intensos y obviaremos cualquier detalle sobre nuestras supuestas habilidades profesionales. Vámonos a las cosas sencillas, a las que llenan nuestros días de ocio sin olvidar que somos (en esto nos hemos convertido) personas que jamás llegan a desconectar del todo gracias a la maravillosa tecnología persecutoria. Por ejemplo: salir a andar. Trekking, walking, senderismo… Tan horteras o precisos como quieran ser.
Las carreteras y caminos de la concentración que rodean nuestros pueblos son marchódromos por los que deambulamos gentes de toda edad y condición. Desde adolescentes hasta personas de edad que convierten (convertimos) estas pistas en auténticas rutas anti colesterol, obesidad y/o artrosis. Kilómetros nos avalan.
Y aquí es donde empezamos a ver las diferencias de equipamiento. Desde el crop top y las sneakers último modelo en adolescentes hasta las señoras (a mucha honra lo de señoras) que salen con su falda, zapatillas de suela fina (un escándalo a ojos de traumatólogo) y rebeca por si refresca. Entre estas bandas se mueve el equipamiento femenino mientras que el masculino no prescinde de las sneakers llegando hasta el pantalón formal y mocasín (el “arreglado pero informal” es inclusivo). Nadie juzga y pocos intentan disimular nivel experto.
Otro gallo nos canta en las rutas extraurbanas, más con subidas (pendientes para los de fuera, rochas para entendernos). Rutas marcadas con pinturas que desaparecen cuando más lo necesitas (torpe es una) y en las que te cruzas con auténticos profesionales pertrechados modo multiaventura/supervivencia, como si fueran al Everest, mientras apareces sin mochila aparente. Sin agua siquiera. Con vaqueros viejos, las únicas zapatillas cómodas (agujero incluido) y camiseta descatalogada, tal vez descartada por mi hija. Y entonces pienso que sí, que tal vez sigo sin entender nada y que a veces no intento ni disimularlo. ¿Pero hasta para ir de rochas hay que fingir que entiendes? ¿O se puede, simplemente, bajar la guardia y dejarse llevar por la pendiente?