Hay palabras que se incorporan a nuestro vocabulario sustituyendo a otras que van quedando en desuso. Si se dan cuenta, por ejemplo, ahora la gente ya no va al psicólogo sino que tiene un coach. O sea, nos hacemos trampas al solitario y contamos lo del entrenador mental (imagino que por ahí dirá lo de coach) para quitar el marchamo de tener algún problema mental (el que esté libre de pecado que tire la primera piedra) y parecer como algo más “chuli”. Como si no pudiéramos reconocer que hemos tocado fondo y necesitamos ayuda.
Esas palabras balsámicas me hacen pensar que quizás coach pueda ser cualquiera con capacidad de escuchar y decir bellas palabras (a mí se me da fetén, pero nunca lo he monetizado, a ver si por ahí tengo una salida profesional aún no explorada…), mientras que el psicólogo precisa de una carrera universitaria con contenidos enfocados totalmente a ese duro oficio de escuchar, entender, analizar, proponer vías de solución.
En este mundo eufemístico que nos rodea en el fondo creo que también huimos de algo tan poco reconfortante como las responsabilidades. Y es así como la palabra empatía (nada desdeñable) ha pasado a ocupar su espacio como sentimiento de identificación con el otro al tiempo que va pasando al terreno de lo viejuno y lo olvidado la compasión.
¿Pero es lo mismo? Pues no. Porque la identificación en la compasión lleva al otro a querer ayudarme, a intentar formar parte de la solución. No sólo se sienta a llorar sus penas conmigo (de agradecer) sino que intenta (de verdad) ayudarme.
Estarán conmigo en que es más que un matiz.
Confieso que entre el medio millar de palabras que se supone uso en mi día a día había desterrado la compasión. Tal vez marcada por el paso del tiempo, con una sonoridad inadecuada para un lenguaje calmado y plano, sin apenas tonalidades, la palabra ha ido saliendo de nuestra cotidianeidad.
Y así nos damos cuenta de cómo la evolución del lenguaje va acorde con la de la sociedad. Puedo llegar a ponerme en el lugar del otro, hasta sufrir con él cuando vienen mal dadas. Pero arremangarme y ayudar de verdad ya es otro cantar, ¿verdad? Bienvenidos a la era de la distancia y de la asepsia. Adiós a la implicación y al compromiso.