Me estaba tomando un café cuando entró en el local un policía conocido de la camarera. Con resignación y simpatía, el cliente uniformado confirmó su reciente reincorporación tras las vacaciones: “Ya estamos a la marchica”. Y en esas andamos ya quien más quien menos en estos postreros días de agosto: volviendo a la rutina, al día a día. Quedan días de verano. Algún bochorno y, espero, algunas tronadas. Pero ya, para la mayoría, sin la expectativa de las vacaciones.
Así como pasan los años las vacaciones se alejan más del concepto de eternidad con el que se veían en la infancia y se acercan al de suspiro. Un visto y no visto en el que hemos pretendido desconectar, descansar, divertirnos, reencontrarnos con pareja, familia y amigos, viajar, reconectar, leer, no hacer nada, practicar deportes de riesgo, tomar el sol, cocinar, ver puestas de sol, conocer chiringuitos y restaurantes, bailar, rebozarse en arena, conocer algún lugar nuevo, volver a casa, ir a las fiestas del pueblo, vivir un amor de verano o conocer al hombre de tu vida… entre otras expectativas. Porque antes de empezar parece que todo cabe en esas dos, cuatro, diez semanas. Y cuando ha pasado sólo queda la sensación de fugaz. ¿Acaso duraban más los días cuando éramos niños?
Lo cierto es que largas o cortas, aprovechadas o desperdiciadas, las vacaciones son el preámbulo de la vuelta a la marchica. A lo conocido. A lo que experimentamos la mayor parte del año y que, a fin de cuentas, llena nuestra vida de días (estos sí parecen mantener el estándar de 24 horas) con un toque más real, más auténtico. Porque vivimos en la era de las expectativas, alejándonos de lo que tenemos en nuestra mano. Efectivamente, olvidando que no es más feliz el que más tiene sino el que sabe disfrutar lo que tiene.
Y es que esta vuelta a la marchica tiene tantas cosas buenas que sería estúpido caer en la manida depresión postvacional (la semana que bien nos darán la turra con ello) sin darle una oportunidad al reencuentro, a la vuelta al bar de siempre, a la charleta con los compañeros, a la almohada que mejor te entiende y a los días que, incluso con baja energía, puedes superar sin esfuerzo adicional. Un lujo.
(Para los que se vayan de vacaciones: leer a la vuelta).
Así como pasan los años las vacaciones se alejan más del concepto de eternidad con el que se veían en la infancia y se acercan al de suspiro. Un visto y no visto en el que hemos pretendido desconectar, descansar, divertirnos, reencontrarnos con pareja, familia y amigos, viajar, reconectar, leer, no hacer nada, practicar deportes de riesgo, tomar el sol, cocinar, ver puestas de sol, conocer chiringuitos y restaurantes, bailar, rebozarse en arena, conocer algún lugar nuevo, volver a casa, ir a las fiestas del pueblo, vivir un amor de verano o conocer al hombre de tu vida… entre otras expectativas. Porque antes de empezar parece que todo cabe en esas dos, cuatro, diez semanas. Y cuando ha pasado sólo queda la sensación de fugaz. ¿Acaso duraban más los días cuando éramos niños?
Lo cierto es que largas o cortas, aprovechadas o desperdiciadas, las vacaciones son el preámbulo de la vuelta a la marchica. A lo conocido. A lo que experimentamos la mayor parte del año y que, a fin de cuentas, llena nuestra vida de días (estos sí parecen mantener el estándar de 24 horas) con un toque más real, más auténtico. Porque vivimos en la era de las expectativas, alejándonos de lo que tenemos en nuestra mano. Efectivamente, olvidando que no es más feliz el que más tiene sino el que sabe disfrutar lo que tiene.
Y es que esta vuelta a la marchica tiene tantas cosas buenas que sería estúpido caer en la manida depresión postvacional (la semana que bien nos darán la turra con ello) sin darle una oportunidad al reencuentro, a la vuelta al bar de siempre, a la charleta con los compañeros, a la almohada que mejor te entiende y a los días que, incluso con baja energía, puedes superar sin esfuerzo adicional. Un lujo.
(Para los que se vayan de vacaciones: leer a la vuelta).