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José Luis Rubio
Cuando Taylor Swift visitó Madrid para ofrecer dos masivos conciertos las imágenes del Bernabeu me resultaron desoladoras. No ya por el hecho de que una cantante estadounidense fuera capaz de reunir a sus pies, bajo el escenario, a más gente de la que vive en la provincia de Teruel, que eso por si solo ya merecería una reflexión. En esta ocasión me pareció llamativa la escena de todas esas almas cautivas tratando de grabar con su teléfono móvil todo o parte del concierto, creando un océano de pequeñas pantallas luminosas. Y detrás de cada una de ellas, un fan mucho más pobre después de haber pagado las  abultadas entradas, impagables alojamientos y viajes carísimos.

Y pasa lo mismo en cada evento, más cuanto más relevante. 

Esa devoción por ser Coppola o Fellini choca con la cruda realidad de la tecnología. Ni el mejor de los esmarfones conseguirá que se vea la expresión de Taylor Swift cuando se graba a pulso y entre empujones a casi cien metros de distancia. Y del sonido, mejor ni hablar. Pero a todos esos devotos de la grabación no les amedrentan detalles tan insignificantes.

Y aunque es cierto que hoy llevamos en el bolsillo más tecnología que el Apollo XII y que las ópticas de nuestros móviles son mejores que las que empleó Segundo de Chomón, no lo es menos que en la mayoría de las ocasiones nuestros teléfonos no están a la altura.

Mientras, me pregunto qué pasa con esas imágenes, si el aficionado (swifty o lo que sea) aprovecha ese espectáculo para ganar likes en sus redes sociales a base de directos, o si lo guardará para torturar a sus amigos y conocidos mientras farda con  un sonoro “yo estuve allí”. El caso es que me resulta muy difícil imaginar cómo se puede combinar el esmero de la grabación (de un concierto, de una carrera de F1, del partido de bádminton de un hijo o de lo que sea) con el disfrute de ese momento. ¿Cuándo nos olvidamos de vivir el presente para mirar al mundo a través de la pantalla del celular? ¿O es que solo vamos a los sitios para fardar en redes sociales?