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Mamá, ¿a qué no sabes dónde estoy?, ¡en Teruel! Mamá, ¿a qué no sabes dónde estoy?, ¡en Teruel!
La puesta del pañuelico marca el inicio de la Vaquilla. Bykofoto / Javier Escriche

Mamá, ¿a qué no sabes dónde estoy?, ¡en Teruel!

Casi todo en la Vaquilla suena sorprendente, no importa que se repita año tras año
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Un joven saca el móvil de su funda de plástico, marca un número y se lo pega al oído mientras esquiva líquidos que le sobrevuelan y se limpia el sudor con la manga de una camisa amoratada. “Mamá, ¿a que no sabes dónde estoy? ¡En Teruel!”. 
Casi todo en la Vaquilla suena a sorprendente, no importa que se repita año tras año. Desde la madre que pensaba que su hijo estaba quién sabe si en Pamplona, en la playa o descansando de preparar las oposiciones, al grupo de jubilados forasteros que, cámara réflex al cuello y de punta en blanco, pregunta a la una de la tarde bajo un sol que aplana en el Torico dónde es buen sitio para ver la puesta del pañuelo. 
Y es que en lo que necesariamente han de coincidir los amantes de la Vaquilla y sus detractores, que de todo tiene que haber, es en que la nuestra es una fiesta de la diversidad.  Todos los turolenses tienen su lugar, su momento y su detalle preferido en la fiesta por antonomasia, pero la tarde del sábado, cuando tradicionalmente más visitantes se reciben y más se desfasa para bien y para mal, es cuando Teruel, que a duras penas aguanta por encima de los 35.000 habitantes, más pinta tiene de metrópoli cosmopolita, con algo de distópica, bastante de atípica y mucho, pero que mucho, de entrópica. 
Media hora larga después de que el Toro vistiera de rojo, las calles aledañas a la plaza seguían siendo ayer un borbotón de personal que para sí lo quisiera un 12 de diciembre o un 3 de febrero cualquiera. Todo el mundo marcha más preocupado por reirse o provocar la risa que por el rumbo que toma, porque la ley de la probabilidad ubicará convenientemente a cada cuál donde sea menester. 
Hay alcohol, mucho alcohol, pero no todo es alcohol. Lo mejor es esa diversidad. El joven que acaba de hablar con su madre guarda el móvil en su bolsa estanca suponiendo, con acierto, que no volverá a reparar en él hasta muchas horas después, seguramente para hacerse un selfie con algún desconocido o grabar un vídeo con sus amigos –en horizontal, por el amor de Dios–. A su lado, en la acera, hay varias parejas de vaquilleros en excedencia, disfrutando (?) la baja de paternidad con un pequeño de pocos meses en brazos, que acaban de descubrir con júbilo que, si te esquinas un poco, es posible meterse hasta la cocina sin acabar hasta las orejas de vino. Nadie te mancha si no quieres, eso es un mito. 
Los abuelos forasteros que querían ver la puesta del pañuelico, y a quienes alguien de buena fe mandó a San Juan a tomar unas cañas, suben por la calle del Salvador a contracorriente, porque no se apean del burro y se les ha metido en la cabeza visitar al Torico, aunque sea esquivando a los equipos de limpieza que, a manguerazo limpio, recorren las baldosas que un día se iluminaron por la noche –¿se acuerdan?–. 
Personal de blanco nuclear; presumidos de camisa abotonada, fajín resplandeciente y gorrinera mejor doblada que una grulla de origami; la despedida de soltero de Paco que ha bajado de la sierra; despistados de última hora en vaqueros y que tuvieron la santa paciencia de bajarse a las siete de la tarde hasta el Corte Inglés en busca de ropa vaquillera –aquí nadie se ríe de nadie por ir vestido de valenciano, eso es otro mito–; y familias viajeras de las de gorrita de coronel tapioca y blog punto es que se han tropezado sin querer con el 6 de julio y que, mirando con cara de circunstancias a quienes se remojan en carne viva bajo las duchas de El Ajo, se hacen la cuenta de que tendrán que esperar una mejor ocasión para conocer el Mausoleo y el Mudéjar turolense. Chicos, chicas y chacos –como decía mi abuelo– que se cruzan con vendedores de merchandising vaquillero, con peñistas de libro, con orientales cuya sonrisa transmite mejor rollo  que un semáforo en verde y con una cuadrilla de sorianos que, con camisetas de Soria Ya, se funden con el resto de la España Vaciada no solo a las duras, sino también a las maduras. Trompetistas que han perdido su charanga, frickis de todos los pelajes y personal que, por unos días, no cantan por la Ronda sea cual sea el corte de su pelo, el  color de su piel o la condición sexual de aquel de cuya mano van sujetos. Todos se unen a la marabunta blanca, roja y morada que sube, baja, se mueve y reborbotea por todas las calles, plazas y callejones del bullicioso Centro Histórico. Pues eso, que hay mucho alcohol, pero sobre todo diversidad.
Y en algún rincón de España, ajeno por completo al bullicio, a la música y a las gafas de sol de colores que siguen sobre la nariz pasadas las dos de la madrugada, una voz divertida se eleva sobre el runrún monótono de un televisor y las moscas que sobrevuelan la sobremesa estival. “Cariño, ¿sabes donde está el niño? ¡En Teruel!”