Las Bodas de Isabel: Isabel cumple la promesa que le hizo a su amante y cae desplomada sobre su regazo
El sol iluminó la escena final de Las Bodas de Isabel, tras tres jornadas grises en las que la lluvia adquirió casi tanto protagonismo como los propios amantes. Justo antes de que los compañeros de batalla de Diego (al que dio vida Juan Esteban) irrumpan en escena para destrozar el escudo a machetazos y cantar Luz del alba, los rayos del mediodía inundaron toda la plaza de la Catedral, anunciando la entrada de una llorosa Isabel (Alba Sánchez) que se llena de felicidad –justo antes de morir– tras entregar a su amado, aunque sea después de muerto, la prenda prometida.
El golpe seco de los palillos sobre las pieles de tambores y bombos marca la llegada del amante inerte y pone la banda sonora a una tragedia anunciada. Sobre el escenario se masca la fatalidad mucho antes de que se produzca. El dolor de Constanza, la madre de Diego, interpretada por Begoña Lafuente, se hace patente. Lanza continuos alaridos e incluso golpea con rabia a su hijo mayor, Sancho (encarnado por Jorge García) a quien culpa por no protegerlo a su llegada a Teruel. Constanza se muestra como una madre que llora por segunda vez la muerte de un hijo, al que dio por fallecido cuando Alfonso de Fuenmayor les mintió asegurando que le había dado sepultura.
Con rabia también irrumpe el temperamental Esteban, fiel escudero encarnado por Alejandro Martínez que ya mostró su angustia tras ver caer a su amo en la puerta de la casa de los Azagra la noche anterior.
Uno de los momentos más emotivos de la mañana lo protagoniza la Compañía Almogávar que, aunque sin “miedo a la muerte” y sabiendo que la “negra dama” les “espera”, no pueden evitar el sufrimiento que les produce ver el cuerpo yacente de su compañero de batallas. Le reprochan la cabezonería que ya mostró en las Navas y en Muret. Junto a ellos, las mujeres se cortan sus largas trenzas en señal de duelo y las depositan sobre el cadáver. Después es la voz de Chaime Magallón la encargada de entonar la elegía que pone los pelos de punta a todos los que lo escuchan.
Tras la escena de los guerreros y entre los cantos de las monjas beguinas aparece, luminosa, una dama encapuchada a la que sus padres pronto reconocen y le recriminan que haya acudido a un funeral en el que no le corresponde estar. La mujer parece trastornada, como si no viera a nadie más que a su amor, tendido sobre una camilla y sobre el que se arrodilla, le coge una mano y se la acerca a la cara para acariciarla. Después es su propia mano la que roza el rostro de Diego, le da un largo beso que le insufla felicidad, se yergue tomada por la fuerza del amor, sonríe al cielo y se desploma, cumpliendo así la promesa de amor eterno.
Lo que en principio parece un desmayo pronto se torna en tragedia cuando la familia de la amante descubre que ha muerto. Entonces es su padre, Pedro de Segura (interpretado por Jorge Moradell) quien estalla de dolor mientras a su madre, Leonor de Segura (Marisa Fierro) le invade un sentimiento de culpa que le lleva a preguntarse “¿Qué hemos hecho?”.
El más sensato es Pedro de Azagra, al que da vida Ramón Bronchal, que pronto se da cuenta de que se ha interpuesto entre los dos amantes: “Esta mujer nunca fue mía” –reconoce– “pertenecía a Don Diego desde que le juró su amor y han sido necesarias dos muertes”, dice mientras se acerca hasta el de Marcilla y le pone su anillo de casado. “Que los entierren juntos”, ordena, y no duda en poner en su sitio a Pedro de Segura cuando éste intenta protestar. “Ante las leyes del mundo soy su dueño y señor y decido que los entierren juntos y que nadie separe esta unión”, sentencia. Las palabras de Pedro de Azagra sin duda se han cumplido y a fecha de hoy la pareja de enamorados reposa en el Mausoleo de los Amantes, que cada año visitan miles de amantes para jurarse amor más allá de la muerte, como el de Isabel y Diego.
Domingo de Celadas, juez electo de la Villa de Teruel, deja constancia de los amores de Diego e Isabel en el año 1217 porque, justifica, “al igual que narramos las pestes o guerras, bien merece” esta historia quedar como testimonio para “generaciones venideras”, atestigua.
Junto a los dos cuerpos muertos lloran compungidas las dos familias y, en un segundo plano típico del medievo, sollozan los criados de los amantes. El cuidado escénico es una de las características de la representación teatral que dirige Marian Pueo, quien este año ha contado con gran parte del elenco de artistas que ya participó en la edición virtual de las bodas, emitida exclusivamente a través de internet.
Coplas de Jorge Manrique
Todos los asistentes a la escena sabían lo que iba a pasar porque la leyenda tiene más de 800 años y, además, para los que nunca antes la hubieran escuchado, el bufón que actuó antes de la representación la resumió con gran gracejo. Sin embargo, la sublime interpretación de los actores unida a que la fiesta ha supuesto un importante paso hacia la normalidad, tras dos años de pandemia por la covid, hizo que muchos de los asistentes se emocionaran y tuvieran que sacar el pañuelo para enjugarse las lágrimas.
Decenas de teléfonos móviles se afanaban en capturar una imagen o un vídeo para el recuerdo porque, como cantó Jorge Manrique y recordó ayer el bufón, “cuán presto se va el placer”. Sin embargo, a diferencia de lo que corean las coplas medievales, “cualquier tiempo pasado” no fue mejor y eso lo sabía bien el público tras un año –y en algunos casos dos– de suspensión de las principales celebraciones tanto privadas como colectivas.
Miles de personas se apostaron en la plaza de la Catedral para presenciar una de las escenas principales de la representación de Las Bodas de Isabel, que este año cumple su edición XXVI. Antes de que llegara el cuerpo yacente de Diego un bufón (interpretado por Jesús Pescador) explicó la leyenda de los amantes a “turolenses y turistas despistados”, dijo. Con mucho humor y saltos continuos entre el siglo XIII y el XXI, el bufón parafraseó a Jorge Manrique, entonando las Coplas a la muerte de su padre para recordar a los presentes la fragilidad de la vida. De forma sencilla y con mucho humor –llamada de la SGAE (Sociedad General de Autores Españoles)incluida– resumió la historia de amor que cada año convierte a Teruel en una ciudad del siglo XIII. Acabó su interpretación explicando “en primera persona” los sentimientos de Diego, “un hombre al que la suerte hirió con zarpas de fiera, un novio de la muerte” describió entonando los versos del himno de la legión.
Público fiel
Desde Monzón llegaron este fin de semana Maribel Palacios, Loli Bareas y varias amigas más. No les tiró para atrás la situación sanitaria ni el mal tiempo y se desplazaron hasta Teruel ya el viernes para ayer, como siempre, coger sitio en primera fila para ver el beso. “A las diez ya estábamos preparadas y vestidas porque desde aquí no pierdes detalle”, decían cogidas a la cuerda que marca la separación entre el público y el escenario. Por la televisión se puede ver bien, pero ellas ni se lo plantean porque “la energía que produce el cuerpo humano no se siente en la pantalla”, dice Maribel Palacios. Todas ellas tuvieron que secarse las lágrimas por la “emoción” que les produjo ver cómo Isabel le entregó, por fin, el beso que le había prometido a Diego un lustro antes.
Naira y Mazigh son de Venezuela y Argelia, respectivamente, pero ahora viven en Teruel y estaban maravillados tanto por las representaciones como por el ambiente. “Es muy conmovedor y todo está muy bien organizado. Es la primera vez que lo veo pero me encanta cómo la gente se incluye en la fiesta, incluso los niños participan”, explica Naira. Mazigh ya había estado en anteriores ediciones y señala que este año “no ha venido tanta gente”, pero sobre todo ha notado más floja la fiesta porque había menos personas vestidas con la moda del siglo XIII. Sin embargo, reconoce que el ambiente es muy bueno y pone como ejemplo el torneo, en el que la gente no va a ver un espectáculo, sino que se implica y forma parte de él.
Más críticos se mostraron Maite y Carlos, que acudieron desde Tarragona y, aunque encantados con el ambiente que dan tanto las representaciones teatrales como las jaimas y los puestos, planteaban la necesidad de “poner gradas o más pantallas” en los lugares donde se desarrollan las principales escenas porque “hay poca visibilidad”.
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