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La iglesia de San Francisco, un templo venerable y antiguo que cada vez despierta más interés entre los turolenses La iglesia de San Francisco, un templo venerable y antiguo que cada vez despierta más interés entre los turolenses

La iglesia de San Francisco, un templo venerable y antiguo que cada vez despierta más interés entre los turolenses

El edificio, único representante del gótico mediterráneo en la ciudad, ha sido objeto de obras de restauración
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Si los turolenses de hace 600 años tuvieran la ocasión de volver a pasear por las calles del Teruel de la actualidad, probablemente el único templo que reconocerían sería la Iglesia de los Franciscanos, en la avenida Zaragoza, ya que es el que en mejor medida ha conservado su integridad. Y eso que no hay sido pocas las vicisitudes por las que ha pasado. Esa es la opinión de José María Sanz, arquitecto encargado de redactar el proyecto de recuperación de este templo, único representante del gótico mediterráneo en Teruel, cuyos trabajos concluyeron este verano tras cuatro años y una inversión superior a 800.000 euros.

Este templo, junto al que se construyó en 1910 el convento de los Franciscanos sobre el original del siglo XIII, ha servido de cuartel, de caballeriza y estuvo a punto de ser demolido en los albores del siglo pasado. Sanz está convencido de que es el resultado de tres momentos históricos diferentes; la ermita de San Bartolomé del siglo XII, cuya ubicación exacta se desconoce; una iglesia románica del XIII y la actual iglesia que data de finales del XIV y principios del XV.

Pese a la importancia que tuvo en el pasado, situada en el camino hacia Zaragoza, la iglesia está hoy en día lejos de las rutas turísticas que atraviesan el Centro Histórico y los monumentos mudéjares y modernistas, siendo una gran desconocida para visitantes y también para los propios turolenses. Sin embargo los trabajos de recuperación del edificio han hecho que recupere su esplendor y solucione parte de sus problemas, en especial el de las humedades que sufrían sus muros. Esto, junto a los planes municipales para reactivar el barrio, entre los que se encuentra la construcción de un ascensor que lo conecte con el casco urbano, hacen que el futuro de la iglesia de los Franciscanos sea mucho más luminoso.

Recupera el interés

Buena muestra de que el templo gótico está empezando a recuperar el interés, al menos y de momento para los ciudadanos, es que tras la reinauguración oficial después de los trabajos de restauración, en julio de este año, el Colegio de Arquitectos de Teruel ha organizado dos visitas guiadas para situar la iglesia en su contexto y en ambas ocasiones se llenó el aforo permitido. En estas visitas José María Sanz, una de las personas que mejor la conoce, explicó muchos de los secretos que guarda y que hacen de ella “una de las joyas arquitectónicas” de la capital turolense.

Los orígenes de la iglesia de los Franciscanos se remontan al cambio de siglo entre el XIV y el XV. Los frailes del convento anexo la dotaron además durante el XVI de su coro y la primera de las dos espadañas, al tiempo que se renovaba por primera vez la cubierta.
 

Detalle del pavimento restaurado, que respeta los colores blanco y negro y los diseños basados en los florones del techo. M.A.


En el siglo XVIII se blanqueó el interior del templo y se elevó el suelo aproximadamente medio metro, con el objetivo de paliar uno de los grandes problemas que ha presentado desde sus orígenes el edificio, las humedades y las inundaciones que ha sufrido con relativa frecuencia, sobre todo con anterioridad a la puesta en marcha del embalse del Arquillo. “El nivel freático está a solo dos metros y medio por debajo del suelo actual”, explica Sanz. La iglesia está situada entre el río Turia y varios barrancos  y ramblas, y la piedra de sus muros se ha visto siempre muy afectada por el efecto de la humedad.

Sin embargo lo peor para esta iglesia llegó en el siglo XIX. Según explica José María Sanz, los franceses la ocuparon durante nueve años empleándola como cuartel y caballeriza. En 1835 se utilizó como almacén tras la desamortización de Mendizábal, que fue parte de un proceso que en conjunto duró más de 200 años y que persiguió la expropiación de bienes en manos muertas, la Iglesia y las órdenes eclesiásticas, fundamentalmente, para que el Estado pudiera financiarse y se creara una burguesía liberal de propietarios.

El caso es que “en 1899 se sacó a subasta con la intención de demoler la iglesia y construirse en su solar”, según Sanz, “aunque la Academia de Historia y el Obispado se opusieron a la medida, y finalmente se produjo una permuta” que salvó al edificio. El Estado cedió su propiedad a la Iglesia a cambio de un emplazamiento en la actual Ronda Dámaso Torán donde se construyeron las Escuelas del Arrabal, en el edificio que hoy ocupa el Archivo Histórico Provincial.

El caso es que tras la permuta regresaron los monjes Franciscanos, en 1900, y acometieron trabajos para recuperar el templo y reconstruir el convento. “Se ha dicho que pudo ser obra de Pablo Monguió”, cuenta Sanz, “aunque yo tengo mis dudas, y los propios Franciscanos dicen que fue uno de ellos quien la realizó”.

Tras la Guerra Civil, de nuevo los monjes Franciscanos hubieron de recuperar el templo de los daños sufridos. Entre ellos estaba el gran rosetón de la portada principal, que albergó una ametralladora y que fue completamente destruido por el estallido de una bomba.

Secretos y curiosidades

Entre las particularidades de la iglesia de los Franciscanos que José María Sanz desvela están las vidrieras, cuya recuperación centraron buena parte de los trabajos de la última fase de restauración. En total son cinco en el ala este de la nave y dos más en el ábside -la zona donde se encuentra el altar y el retablo-. Lo más curioso es que el muro oeste no tiene ni vidrieras ni ventanales, como es habitual. “Nadie sabe el motivo exacto”, asegura Sanz. “Aunque lo más probable es que el primitivo convento estuviera ubicado allí” y por tanto no hubiera posibilidad de abrir ventanas al exterior.

Existen fotografías de finales del XIX en las que se ven vanos de alabastro y ventanucos de madera donde hoy se ven las vidrieras. Estas se rehicieron en los años 60. “La Casa Cristaflor de Zaragoza sustituyó las cristaleras en  un trabajo que llevó mucho tiempo y esfuerzo porque se encontraban en un estado deplorable. Por los daños en la piedra cada ventanal tenía unas medidas diferentes y adaptar las piezas de vidrio a cada contorno fue muy laborioso”. En la última intervención, se sustituyeron las jambas dañadas y además se han tratado los vidrios con una película para protegerlos de la intemperie y alargar su vida.

¿De qué color es el suelo?

El suelo de la iglesia de los Franciscanos también ha dejado importantes hallazgos. Tras su elevación en el siglo XVIII, los monjes cambiaron el pavimento tras su regreso a principios del XX. “Muchas de las iglesias de los pueblos tienen un pavimento muy historiado y ornamentado, pues así eran los gustos de la época”, explica Sanz. “Sin embargo aquí los Franciscanos fueron unos adelantados a su tiempo, porque pusieron un suelo muy sobrio, únicamente con motivos en blanco y negro”, que reproducían los florones de piedra que se ven en el techo, un diseño que la restauración ha respetado. Esta ornamentación tiene un profundo significado  religioso, en cuanto a la lucha entre el bien y el mal, la luz y la tiniebla, que representan el blanco y el negro. “Así que cuando abordamos la restauración del pavimento tuvimos muy claro que teníamos que conservar los colores, porque fue un diseño muy racionalista y adelantado que estábamos obligados a conservar”.
 

Puerta cegada en el claustro, con piezas del pavimento antiguo en el suelo. M.A.


Pero eso fue tras desvelar el misterio de las piezas cerámicas vidriadas de color verde que aparecieron cuando se realizaron catas en el suelo, en forma de tiras alargadas. En un principio se pensó que quizá el pavimento original era de ese color, pero al levantar el suelo aparecieron criptas, una gran zanja que recorría longitudinalmente el centro de la nave, y un enterramiento. “Las tiras cerámicas resultaron ser las maestras que en su día se utilizaron para mantener el nivel  durante la renovación del antiguo pavimento, así que nuestra ilusión de recuperar un suelo original en verde se desvaneció”.

El restaurar el pavimento, se depositó en aquella zanja todo el material extraído incluidos los restos de pavimento sustituido. “Así cuando en el futuro se hagan nuevas intervenciones los historiadores lo tendrán más fácil para reconstruir la historia del edificio y los cambios que ha sufrido”, asegura Sanz. “A veces se nos olvida que nosotros somos pasajeros del tiempo, vamos y venimos pero los edificios permanecen”.

Otro elemento interesante del suelo es que las columnas bajo el coro no tienen base visible, desde que en el XVIII se elevara la altura del firme. En la última restauración se ha dejado una pieza de cristal que permite ver el nivel original del firme.

Humedades

Además de bombas y desamortizaciones, la iglesia de Los Franciscanos ha luchado siempre contra un enorme grado de humedad que disuelve y disgrega su piedra de forma lenta pero inexorable.

En la última restauración se han sustituido elementos decorativos deleznados bajo los púlpitos o tras el altar, en una piedra más clara que, según los criterios de restauración actuales, permite distinguir entre la piedra antigua y la sustituida. Para solucionar el problema se acudió a la tecnología Biodry, que a través de unos aparatos eléctricos reducen la capacidad que tiene el agua de ascender por la roca por capilaridad.

Probablemente el problema se reduzca en buena medida, aunque hasta que no se canalice todo el agua que discurre por las cercanías, “no se eliminará del todo”. La cercanía del Turia y de varios barrancos hacía que en el pasado el solar donde se asienta la iglesia se inundara con frecuencia. “Existen unas fotografías de 1933 en las que el agua llegaba hasta el zócalo del convento, una situación que se alivió tras la construcción del Arquillo”.

Ya en el exterior de la iglesia, destaca el claustro y la propia portada principal. El claustro es de principios del siglo XX, cuando se reconstruyó el convento, y donde todavía hay restos del pavimento anterior a esa época, que se está datando actualmente. Existen muchas dudas sobre si esa obra es atribuible a Pablo Monguió. Ese claustro muestra una puerta cegada, de la que se desconoce si era una de las tres que originalmente tenía la iglesia del siglo XV o se construyó para comunicar la iglesia con el nuevo convento.

Por su parte, la fachada principal del templo también tiene interesantes historias que contar, por boca de José María Sanz. Merece la pena detenerse en las marcas de cantero que presentan su sillares, las firmas que imprimían sus artesanos en la roca para después cobrar, y que muchas de ellas coinciden con la ex colegiata de Mora de Rubielos, de la misma época.

 

Detalle del exterior del templo que da al este. M.A.


Como todas las portadas de la época, en su día estuvo policromada. Aunque hoy en día la piedra se ve desnuda, en los días de lluvia la humedad saca a la luz algunos restos de policromía sobre la puerta de acceso lateral al templo. La principal, por su parte, debió de tener una especie de porche o baldaquino exterior, “realizado seguramente con muy poca sensibilidad y cuyo único objetivo era que la gente se resguardara la de la lluvia”, apunta Sanz. No se conservan imágenes, pero sí fotografías en las que se observan los daños en la fachada que provocó su colocación.

Otro ejercicio de imaginación se puede realizar con la fuente que existe frente a la portada principal. En su día eran dos abrevaderos de ganado, pero al levantarse el nivel de la plaza y colocarse pavimento sobre la tierra  vieron rebajado su nivel como se observa en la actualidad.

Por último, José María Sanz invita a darle la vuelta el templo y observar el exterior por la cara norte, desde la calle Los Molinos. Desde ahí se ve la parte este del  muro y el ábside, y contrastan poderosamente las diferencias entre ambos. Cambian las cornisas y la decoración de los contrafuertes, las hiladas de piedras no coinciden entre ambos lienzos, la tracería de las cristaleras y el tamaño de las vidrieras también son diferentes, el propio color de la piedra...

Son elementos que, al ojo que se detiene, revelan parte de la tumultuosa historia que ha pasado por aquellas paredes, que han aguantado seiscientos años en pie, quién sabe si en el mismo emplazamiento que una primitiva ermita levantada al mismo tiempo que nacía el Teruel medieval de Alfonso II, y quién sabe durante cuántos siglos más.

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