El marido de Mamen Martínez murió de Covid a los 52 años: “Decía que no habría respirador para él, pero sí lo hubo e hicieron todo lo que se pudo, y más, por salvarle”
“La herida que me queda es que no me pude despedir, eso me está matando”, dice“Mamen luego te llamo que estoy en diálisis”. Nada hacía presagiar en esa frase que sería la última que oiría Mamen Martínez de su marido, Julio Moreno, que ese mismo día, 7 de septiembre fue trasladado a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) del Hospital Obispo Polanco, donde murió el día 13 de Covid.
Julio tenía 52 años y era “un luchador” que cada día le decía a su mujer que no se preocupara, que de esta saldría, pero finalmente no fue así. Para Mamen el desenlace fue el peor posible, porque aunque su marido había estado delicado toda su vida –era diabético y se encontraba a la espera de un riñón que ella misma le iba a donar algunos meses después-, su mujer siempre pensó que estaría a su lado en sus últimas horas. “La única herida que me queda es que no lo he visto, que no me he podido despedir, eso es lo que me está matando un poco”, asegura la viuda.
Tanto Julio como Mamen se cuidaron mucho durante toda la pandemia porque se temían que, debido a la escasez que había de recursos sanitarios en la primera ola, Julio Moreno, al ser diabético y a la espera de una donación de riñón que le iba a hacer su propia mujer, estuviera en desventaja, pese a no ser un anciano, a la hora de recibir los tratamientos adecuados.
“Cuando estábamos confinados él siempre decía que si cogía el Covid no tendría respirador”, recuerda su esposa. Sin embargo sí que lo tuvo y Mamen Martínez asegura que contó con todos los medios humanos y materiales porque, además, los médicos tenían muchas esperanzas en su salvación. “El doctor de la planta covid me llegó a decir que no me lo podía asegurar al 100%, pero que al 95% creía que Julio salía y, cuando murió, la nefróloga que lo trataba ya antes del coronavirus me contó que no esperaban en ningún momento un desenlace así”, relata la mujer varios meses después.
Tampoco a la familia se le pasó por la cabeza que la videollamada del día 6 de septiembre por la noche sería la última. Julio en ningún momento les dijo que estaba más grave, aunque su esposa señala que es probable que no lo hiciera para no preocuparles, “él era así”, asegura. Aunque nunca es fácil aceptar la muerte de un ser querido, Mamen Martínez está tranquila porque sabe que “hicieron todo lo posible y más” por salvarle la vida a su marido y está agradecida por ello.
Sin embargo, está molesta por que no la dejaran entrar a despedirse de él. Precisamente esa última videollamada fue muy esperanzadora porque al día siguiente Mamen iba a acercarse al hospital para ver a Julio por la ventana porque no le permitían entrar. Antes no pudo ir ya que ella también padeció la enfermedad y la pasó en casa, solo acompañada por las continuas conversaciones con su marido, hospitalizado, y sus hijos, que aunque estaban en Castellón cada dos o tres días iban a Caudé para hablar con ella desde la acera de enfrente.
Un adiós necesario
Lamenta no haberse despedido, “les dije que me dejaran entrar para verlo aunque fuera por un cristal, además yo no podía contagiar a nadie ya ni infectarme tampoco”, dice. A la pena por perder a Julio y, sobre todo, por no poder decirle adiós, se sumó, según narra, la frialdad con la que le entregaron los objetos personales en una bolsa de plástico a las puertas de la UCI. El protocolo de fallecidos por Covid marca que el ataúd no se puede abrir para evitar contagios por lo que la mujer no pudo ni siquiera ver a su marido después de muerto.
A Julio Moreno le detectaron que era positivo cuando le hicieron un PCR antes de ingresar para una cirugía menor y dio negativo. Tras practicársela y el mismo día en que le iban a dar el alta, un amigo les informó de que tenía el virus y le hicieron la prueba al matrimonio, que arrojó sendos resultados positivos. El hombre se quedó ingresado por precaución mientras que Mamen se confinó en casa. Ambos se encontraban bien, pero Julio evolucionó peor, no en un primer momento, pero sí varios días después. “El martes nos diagnosticaron que éramos positivos y el viernes estaba bien, le dijeron que si seguía así el lunes le darían el alta pero el fin de semana la saturación empezó a bajarle, le pusieron oxígeno y durante toda la semana siguiente no remontó. El día 7 le subieron a la UCI, al día siguiente le pusieron un respirador y el 13 falleció”, relata.
Contando su historia no busca dar pena, su interés es que la gente se conciencie de que las muertes por Covid-19 no solo se producen entre los ancianos, también los jóvenes pagan un peaje muy alto en algunos casos.
Mamen es una mujer fuerte, tanto que iba a regalarle un riñón al amor de su vida: “Yo tengo dos, y podemos vivir los dos si tenemos uno cada uno”, le decía a su marido cuando este ponía reparos por la donación. El Covid-19 ha hecho que mantenga los dos riñones, pero su corazón no está entero, una gran parte se quedó en la UCI del Polanco el 13 de septiembre.
A la semana de enterrar a su marido se incorporó al trabajo en la cafetería del Centro Público Integrado de Formación Profesional San Blas. Entre sus clientes hay mucha gente joven y advierte que, aunque son ellos los que llevan la mala fama por prácticas poco aconsejables en la pandemia, “la gente mayor es mucho peor”, dice. Así, asegura que no hay que criminalizar a los jóvenes porque es la gente de mediana edad la que participa en cenas y se va de cañas: “Si no te toca de cerca te piensas que solo muere la gente mayor, que a los demás no les pasa nada, pero la realidad no es así”.
Afrontó la muerte de su esposo junto a sus hijos, amigos y familiares ya que, aunque había restricciones, todos ellos pudieron acudir al tanatorio. Esa compañía le duró solo el momento del entierro porque ahora afronta el duelo sola, salvo la compañía de su perro y de algunos amigos. “Somos de Madrid y aunque llevamos 24 años aquí toda la familia está allí y no puede venir”, dice no sin cierta amargura. Pero los que más le faltan son sus hijos y, sobre todo, su nieta, Esther, a la que Julio no conoció por apenas dos semanas. Ahora la bebé es su mejor terapia, la que le da fuerzas para aguantar un poco más, al menos para poder hablarle de lo mucho que, sin conocerla, ya le quería su abuelo.