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112 semillas ‘made in Teruel’ que buscan hortelanos para conquistar el futuro 112 semillas ‘made in Teruel’ que buscan hortelanos para conquistar el futuro
Pascual Moragrega Benito, con un plato de fesols en Calaceite. Hotel La Fábrica de Solfa

112 semillas ‘made in Teruel’ que buscan hortelanos para conquistar el futuro

Las simientes autóctonas constituyen un patrimonio biológico que hay que preservar
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Cruz Aguilar

Las semillas son como un microchip que guarda información de un territorio. Atesoran los datos que les ayudan a sobrevivir a la sequía, a las heladas y a adaptarse al territorio y, por eso, las variedades autóctonas son las que mejor resultado dan en una determinada zona y las que, en el pasado, garantizaron una dieta equilibrada en esa economía basada en el autoconsumo que predominaba en los pueblos. Sin embargo, estas verduras, hortalizas y legumbres ‘made in Teruel’ no suelen ser las más productivas –aunque habitualmente sí las más sabrosas- y eso, unido a la despoblación y a la falta de interés por mantener las huertas, ha acelerado la pérdida de este patrimonio autóctono de cada territorio.

Por eso, el Banco de Germoplasma que el Centro de Innovación en Bioeconomía Rural de Teruel (CITATe) busca padrinos que quieran convertir sus terrenos en un laboratorio experimental para esas 112 verduras, hortalizas y legumbres autóctonas y, una vez obtenido el fruto, entregar parte de las semillas para multiplicar la producción en otros lugares y garantizar así su pervivencia. Un patrimonio que corre un grave riesgo por el envejecimiento de los pocos hortelanos que siguen parcelando sus huertos con esmero para seguir saboreando esos pepinos que heredaron de sus abuelos o las habas que compartían con el vecino desde siempre y ahora ya sólo las entrecavan ellos.

Los padrinos son personas que residen en los pueblos y apuestan por mantener el patrimonio, también el vegetal, a través de una agricultura sostenible que es la que se lleva realizando en ese lugar “desde siempre”. Se trata de formas de cultivo que han pasado de generación en generación y que ahora, a consecuencia de la reducción de población en el medio rural, requiere del impulso de ese banco para garantizar que las nuevas generaciones reciban la herencia biológica a la que tienen derecho. Cualquier puede solicitar las variedades que desee al banco ya que el único requisito es que se siembre en la provincia de Teruel. La biodiversidad era necesaria en el pasado para, por ejemplo, poder comer tomates en invierno en Alacón a través de las variedades de colgar; degustar las espinacas que, por el frío, se quedan pequeñas en Bueña y no despiertan su crecimiento hasta la primavera o aprovechar la riqueza proteica de la judía panicera de Híjar. Las semillas híbridas no sólo nos roban el sabor real del calabacín y los matices aromáticos de las berenjenas, sino que, como alerta la responsable del Banco de Germoplasma de Teruel, María Martín, son menos resistentes a las plagas o al cambio climático, de ahí la relevancia de contar con ese tesoro en forma de simiente que puede ser la llave para superar episodios ambientales de diverso tipo.
 

María Martín, del Banco de Germoplasma, con dos mazorcas de maíz

El divulgador de la biodiversidad alimentaria local y profesor de Hostelería y Turismo Ismael Ferrer alerta de que perder esta riqueza vegetal supone “un genocidio en toda regla” y lamenta que, aunque ahora se han revalorizado estas simientes autóctonas, en las últimas décadas la apuesta por la productividad ha mermado su uso y, sobre todo, su consumo.

Pero el objetivo no sólo tiene que ser, añade Martín, mantener vivas estas simientes, sino que lleguen al canal de la comercialización y generen riqueza en el territorio y, con ella, convertirse en una oportunidad para el desarrollo rural. Una muestra de esa transición hacia la rentabilidad, ecológica y sostenible, aunque no exenta de un arduo trabajo detrás, es el vino Derechero, hecho por bodegas Témpore en la localidad zaragozana de Lécera a partir de las uvas derechero, una variedad prefiloxérica que sólo se cultiva en Muniesa. El cierre de la cooperativa local aceleró que se perdieran las cepas de más de cien años y ahora apenas se cultivan 1,5 hectáreas en todo el término, pero el vino de las dos primeras añadas se ha agotado en tiempo record por su calidad y singularidad. Se trata de una variedad autóctona donde los matices aromáticos proceden de los contrastes entre las heladas nocturnas y las elevadas temperaturas que se alcanzan en Muniesa en octubre, ya que se trata de una uva de recolección tardía. Este caldo ha nacido del mimo que la familia Yus ha aportado a las fincas unido al buen hacer de la bodega de los hermanos Yago y su exclusividad irá a más en los próximos años puesto que las parcelas están en proceso de obtención del certificado ecológico. Un ejemplo de puesta en valor de un producto muy de la tierra que podría servir para otras frutas, verduras y legumbres made in Teruel.

Pablo Játiva es uno de los padrinos para algunas de esas simientes. Su huerto, El Huerto de Presi, en Santa Eulalia del Campo, ofrece productos kilómetro cero desde del campo a la mesa y lo hace de forma literal, porque su parcela está abierta a los clientes para que escojan la borraja que prefieren comer esa noche. También hace reparto a domicilio en diversas poblaciones y visita diferentes ferias, todo para ganarse una clientela que busca la garantía de la calidad alimentaria en su mesa. Lo de Játiva es un caso excepcional, porque la mayor parte de este centenar de legumbres autóctonas no están al alcance de la ciudadanía porque sólo se cultivan para consumo propio. El motivo es que el trabajo manual que requieren encarecería el producto hasta el punto de no ser competitivo en el mercado. Aunque esto no siempre es así, porque cada vez hay más personas dispuestas a poner por delante de la economía la seguridad alimentaria y la responsabilidad social y ambiental.

Víctor Vidal cultiva unas pequeñas judías autóctonas conocidas como fesols en La Portellada. Lo hace en pequeñas parcelas aterrazadas junto al río Matarraña que no pueden trabajarse con máquinas y, antes de la siembra, ya tiene toda la producción vendida, a 8 euros el kilo, a los restaurantes de la zona. Una gran rentabilidad para un producto con más oferta que demanda, pero del que los hortelanos no se enamoran porque hay un arduo trabajo detrás de su producción. El cultivo de los fesols y la apuesta por los restaurantes de la zona por incluirlo en sus cartas da valor añadido a la gastronomía del Matarraña, puesto que es el único lugar del mundo donde degustar estas judías. Además de conquistar los paladares de lugareños y turistas, como apunta Vidal, mantener este “material genético” vivo es una garantía para la humanidad.