Segundo Silvestre. Era mi abuelo. No tuve tiempo apenas de conocerle, pero recuerdo la mano de madera que sustituía a la que perdió durante la guerra. También su habilidad para liar cigarrillos con una sola mano en un pequeño salón de la calle Yagüe de Salas. Esta semana, tras ir a un huerto de Arganda del Rey a hacer una conexión en directo, he vuelto a tener sacudidas de recuerdos y mi mente lo ha vuelto a ver, azada en mano, abriendo un surco en el pequeño terreno que trabajaba con tanto tesón en la carretera de Cuenca. Es curioso cómo hay personas que, sin haberlas conocido prácticamente, están presentes de forma recurrente en tu vida años después. Recuerdo la primera vez que vi llorar a mi padre, de madrugada, cuando volvió a casa del Hospital habiendo perdido a su padre. A Segundo. Yo, con menos años que dedos tiene una mano, aún noto ese beso que me dio mientras sus lágrimas me mojaban la cara. Tampoco tengo explicación de por qué, el día que decidí adoptar un olivo de Oliete quise que se ese árbol se llamase Segundo. Ocurrió justo después del primer confinamiento y no lo pensé dos veces. Segundo volvía, en cierta manera, a la vida. Y hoy me he quedado embelesado mirando las dos botellas de aceite que me acaban de mandar a casa fruto de Segundo. Es como si fueran un regalo que me hace directamente mi abuelo desde donde esté. No pude con Segundo tener una conversación como adulto. Pero tengo grabada a fuego una foto en la que, con dos años, levanto las manos con alegría delante de una tarta mientras él y mi abuela María,me miran orgullosos. No puedo evitar pensar si me estarán viendo y qué pensarán sobre en qué se ha convertido ese travieso niño rubio al que no verían crecer ninguno de los dos.
A mis otros abuelos, Constantino y Pilar, los saboreé mucho más. Exprimí todo el amor que me podían dar hasta que se apagaron. Pude hacerme adulto junto a ellos y hablar mucho, invitarles a comer para que me contasen cómo habían sido sus vidas, a guardarles secretos y decirles “te quiero” tanto como pude cuando supe que se iban. Pero con Segundo no.
Quizás por eso me viene tanto a la cabeza. Porque aunque recuerdo su cara gracias a las pocas fotos que amarillean en un viejo álbum familiar, aún percibo su olor a tabaco y almidón y todavía siento cómo me picaba la cara cuando me daba un beso con su áspero rostro. Ahora, Segundo huele a campo turolense y su áspero tronco alimenta a las olivas que, exprimidas con cuidado, me acaban de llegar a casa en forma de oro líquido. Hoy pensaba hablar sobre la mediocridad que se ha instalado en algunos medios que confunden fotos de infantas; o de la madrileñofobia que se utiliza como arma arrojadiza sin sentido; o sobre la cuarta ola de Covid-19 y la Semana Santa. Pero Segundo se ha vuelto a colar sigilosamente en mi mente y este ha sido el resultado final.
Sé que no es una columna que pueda interesar al gran público pero, al final, todos hemos tenido un Segundo, una María, un Constantino y una Pilar en nuestras vidas. Si tiene la suerte de tenerlos cerca, saboree cada aliento de vida y diganles cuánto les quieren... Y si ya no están, recuérdenlos cada día, hablen con ellos, miren al cielo y guiñen un ojo cuando la vida les sonría y dedíquenles cada éxito, cada momento de felicidad (en mi caso, cada Segundo).