Hace unos días un afamado escritor presumía en Twitter de tener un teléfono móvil de los de antes, con botones y una pequeña pantalla. Asimismo, afirmaba utilizar el ordenador solo para "escribir, consultar meteorología en el mar, alguna búsqueda en Google y correo electrónico".
Y se quedó tan tranquilo el hombre, que tiene un perfil verificado, casi dos millones de seguidores y alrededor de 37.000 tuits publicados. Vamos, como se suele decir hoy en día, puro postureo.
Hay que rendirse a la evidencia: somos hijos del siglo XXI y no podemos dar la espalda a la tecnología. Y el que niegue tener algún aparatito de pantalla negra, acceso a Internet o cuenta en alguna red social, o miente o es un espécimen digno de ser expuesto en un museo.
A mí me fascina el mundo internáutico, lo utilizo con avidez hace dos décadas y me ha dado más satisfacciones que disgustos (que alguno ha habido). Para una persona con inquietudes sociales pero con tantas limitaciones físicas, la conexión con el mundo virtual es una tabla de salvación.
Tengo cuenta en Facebook, Twitter, Instagram, Google+, Pinterest y por supuesto WhatsApp. Publico mis relatos en un blog, me comunico con el director de este periódico por email, controlo mi cuenta bancaria desde cualquier sitio y compro con una tarjeta-monedero o con Paypal.
Además, son muchas las personas con las que he entablado amistad, por tener las mismas aficiones o expectativas que yo, y he conocido a otras a las que admiraba y que han terminado formando parte de mi vida. Todo un universo a mis pies.
Como todo, lo cibernético tiene sus inconvenientes y sus ventajas.
En mi opinión, para no caer en sus efectos perniciosos no debemos perder la conexión con la realidad, aparentar lo que no somos y sobre todo, contar jamás lo que no dirías en plena calle con un megáfono.
Admítanlo, les han entrado ganas de leer el periódico con su smartphone. Disfrútenlo.