Volví a caer. Esta, como en tantas ocasiones, parecía la definitiva y así lo creí. Andaba paseando por una calle céntrica de Madrid. De manera repentina, la ciudad, que parecía estar a otras cosas en esta noche de sábado, explotó entre gritos, celebraciones e improperios. Había caído el primero. Ese desastre a punto de suceder que es el Real Madrid volvió, de nuevo y contra todo pronóstico, a no suceder.
La noche culminó con una victoria por 2-0 de los blancos en el derbi capitalino, capaces de sonrojar a sus vecinos hasta en el campo de entrenamiento y de clasificarse como primeros de grupo en una Champions en la que tenían pie y medio fuera. Demostrando de nuevo que no hay mayor rival para ellos que su alargada y autodestructiva sombra. Así, el Real Madrid, permanentemente poseído por el espíritu de Buster Keaton, volvió a salir con vida de lo que se suponía era el derrumbe de un edificio en ruinas.
Arropado en mis vestiduras blaugranas no puedo dejar de admirar este inexplicable e incomprensible club de fútbol. Allí donde todo es a vida o muerte y se encuentra en los estertores la razón para vivir. El lugar en el que más fina se traza la línea entre el éxito y el fracaso, pues todo lo que no sea conseguir lo primero significa irremediablemente lo segundo.
Una entidad que se sabe y reconoce como la mejor, no de ahora sino de siempre, tampoco del país sino del mundo entero.
Y es en su incapacidad de renunciar a esa condición de campeón de todo donde surge su condena, esa irrefrenable y asfixiante presión que lo quema todo a su paso. La que pinta canas a los entrenadores, arruga las caras de los directivos y hace salir por la puerta de atrás a las estrellas.
Pero algo tendrá el Real Madrid, porque a la larga todos vuelven, por muy requemados que salieran, vestidos en un blanco impoluto. Algo tiene, desde luego, pero nadie consigue definirlo.
La flor, la mística, el señorío. La verdadera razón por la que algunos escapan de la aplastante lógica del mundo que nos rodea a través de los puntapiés a un balón: que lo que no debería suceder, suceda.
El catastrofista e innegable atractivo de observar un desastre que nunca llega.