Los veranos en Monreal tenían un apretado programa de actividades. A bañarnos al río en Villacadima, a los Ojos en bicicleta o a hacerle una visita a la Copa del agua, a la primera, a la que hoy sigue en pie compitiendo con la segunda, mucho más grande y muchísimo más fea.
Antes de comer, al vermú al Casino, donde hacían la mejor ensaladilla rusa del mundo, o al Carlos, probablemente el bar más bonito de todo el planeta, o al Gato Negro, que me daba un poco de miedo por el nombre, o al Fañanás, si había que esperar a alguien que venía en el coche de línea.
Por la tarde, a jugar al frontón a 40 grados (o los que hiciera, pero muchos), a comprar chocolate en las Latasa; y torta, unos días en la Tahona y otros en el horno de Carlín, que había que repartir entre los negocios del pueblo, o a acompañar a mis padres a comprar pescado, en ‘Paco el del pescao’, o jamón y olivas negras en la tienda de Redón.
Siempre y cuando no se pinchara la bici y hubiera que ir al taller de Celestino a suplicarle para que nos cambiara la cámara y nos engrasara la cadena porque se salía a todas horas. Eso, o hubiéramos quedado para coger renacuajos en la acequia.
Si se acercaban las fiestas, había que sacar tiempo para montar la peña en el granero de casa o en la piscina de los Tanis y si mi padre estaba de buen humor, rematábamos las tardes yendo a la explanada del silo para que nos enseñara a conducir.
Antes de cenar, una visita rápida a la Maximina para llevarle una bolsa de pipas y, si había suerte, a recoger una tortilla de patata que nos había hecho. No hace falta que diga que era, es y será la mejor tortilla del universo.
Y cuando ya fuimos algo más mayores, el día se terminaba tomando algo en ‘los morritos’, un bar que tenía dos enormes labios de mujer como ventanas. Toda una modernez para aquellos tiempos.
Hoy, en pleno mes de agosto, yo, que por circunstancias me quedé sin pueblo, solo puedo decir que echo de menos aquellos veranos, porque los veranos sin pueblo son menos veranos.