Decía José Luis Sampedro que las palabras no se definen con la exactitud de una cantidad matemática. Podríamos aludir al olor penetrante, al negro que parece teñir la realidad, al gris ceniza que mueve el viento, al ruido de los hidroaviones, al silencio, al fuego, y, sin embargo, no creo que haya mencionado ni la mitad de significados que caben en “incendio”. Es también frustración, desastre, pérdida y hasta las 270 llamadas que me contó el alcalde de San Agustín que llevaba.
Con ellos volvimos donde no habíamos estado nunca, aunque como Pedro Páramo bastaba con lo que nos habían contado. A Pedro, su madre cuando “estaba por morir” le dijo que fuera a Comala, “le dará gusto conocerte”. Como si los lugares tuvieran alma. Las masías quemadas de La García están al lado de las 30.000 hectáreas que ardieron en el Maestrazgo en el 94 o las 8.000 de 2009. Hay que respetar mucho, para que no se te meta el hollín al interior.
Los pueblos están deshumanizados, esgrimió Ximo Puig, y ya decía José Hierro que, aunque no escuchan, hay que hablar con las piedras, con el viento. Una sola voz basta, reclama el poema. Deshumanizados no, pongan otra excusa. Llega también el presidente y sus promesas, como si siguiéramos en tiempos de Fraga y Palomares. “Os ayudaremos”, les dijo Sánchez a los de la fábrica de madera de la localidad de Cantavieja tras “Gloria”, mientras sonaban los flashes, y no es que no vieran un duro, es que no pudieron ni presentarse a las ayudas. Pregúntenles.
Después de la alegría, la plenitud o incluso el amor, nos recuerda Benedetti, viene la soledad. Siempre la soledad.
Los incendios son sólo parte del ciclo. Verdeará y ya nadie se acordará de los que se jugaron su vida (dependemos de los servicios públicos, ¡GRACIAS!) y de los que seguirán allí. Por eso, como en el poema, bastaría saber que tras la soledad hay mínimo alguien preguntándose qué viene después.