Antes de pandemia había tres centros como el que me cuentan (tal vez fueran dos y mi memoria quiera incidir en el error). Hoy solo hay en Aragón un centro de rehabilitación de adicciones como el que me cuentan. Y no es que haya menos adictos que antes. Es que hay menos medios, menos recursos, menos sensibilidad, o una mezcla de todo, alrededor de esas adicciones que minan cuerpo, alma, familia y amistades.
La devastación que deja a su paso el alcoholismo, la drogadicción o la ludopatía es algo muy de peli mala de sobremesa. Hasta que te pasa. A ti o al que desaparecer lentamente cerca de ti. Porque las personas que fuimos o que fueron no volverán tras el paso de una adicción. Ojo, no quiero decir que siempre la consecuencia sea la muerte, pero lo que sí conlleva es un cambio.
Nadie vuelve a ser el mismo tras el paso de la tormenta que ciega la voluntad y destroza el vivir cotidiano. Algunos, tras el paso por uno de esos centros o de otras terapias, incluso salen reforzados, conociéndose mejor y sabiendo por qué llegaron a ese punto de autodestrucción que, quizás, empezó como un juego o dentro de un contexto lúdico-festivo. Porque sí, la droga, el alcohol, el juego matan. Matan a quienes fuimos y pueden llegar a matarnos en sentido literal. Por mucho que la sociedad blanquee el consumo, por mucho que salga a entornos de socialización habitual y abandone las trastiendas de lo oculto, no dejan de afectar.
Mi infancia coincidió con la época de los yonquis. Entre la marginalidad. Una generación destruida por la heroína que, en sus vertientes más jóvenes y más pobres se correspondían con esnifadores de una cola que llamaban benzol. Ciudades llenas de zombies que vivieron con secuelas permanentes o, directamente, murieron tras un mal corte o una sobredosis.
Hoy todo es más limpio, más aséptico, más integrado en nuestras rutinas. En definitiva: más peligroso porque se ha perdido, precisamente, esa percepción de peligro, de jugar con los límites. Ahora la permisividad lleva hasta a que algunos padres consuman delante de sus hijos. Con total impunidad. Y sin ningún conocimiento. Y es que el “yo controlo” no existe. No blanqueemos lo imblanqueable: las adicciones matan. Y no dejarán que seamos quienes debimos ser.