Un zócalo verde rayado con lápiz, paredes encaladas que la luz tornaba gris, pizarras negras pintadas en la pared, suelo, ventanales y estufa; así era la escuela de la Calle San Antonio en Teruel. El paso de los años lo convirtió en una cochera, en cincuenta y tantos años jamás volví a ver ese espacio abierto y no me faltaron ganas, pero sus robustas puertas grises de madera permanecían cerradas cada vez que pasaba por delante.
Hace pocos días lo redujeron a escombros, se apreciaban los zócalos y las pizarras y pronto desaparecerán las escasas señales de los que un día fue la Escuela. Eran los años sesenta esos teñidos de bombilla de 125 y olor a leña quemada, y allí en paralelo a la Rambla de San Julián, que entonces era tierra y torrente de agua cuando llovía, se encontraba la primera escuela. Hoy la moderna denominación es parvulario, entonces escuela a secas,. Lo tenía todo, pupitres, calor y maestra, doña Delfina; un verde predominante en los citados zócalos y en los pupitres, lápices de colores, sacaminas y el parvulito ese primer libro del cole.
La escuela de los pocos medios y las grandes ilusiones, del esfuerzo de la maestra y de las cajas de botellines de leche, el régimen velaba por la alimentación de los niños de la precaria España. A mí el botellín de leche no me gustaba, una vez bebí un poco y me sentó como un tiro; la cogía porque Miguel Bertolín se bebía su botellín y el mío, es de esas imágenes que pasan casi fugaces por mi memoria; no recuerdo a todos los que compartían colegio conmigo, pero sí algunos, a Joaquín, a Jesús Calvo con el que recuerdo algún juego de balón en el recreo, a Isidro cómo iba de la mano de su madre por la Jardinera camino de la calle San Antonio, también a Enriquito con su cartera de cuero.
Años sesenta y un colegio mixto chicos y chicas; tengo la impronta de María José y Carolina que eran primas y un poco mayores que yo, las recuerdo al fondo de aula; a veces cierro los ojos e intento revivir ese momento en la escuela, me asaltan imágenes de dibujos y garabatos, de pirámides y geometrías y sobre todo el recreo, ese momento en el que tomábamos la calle, porque el recreo era en la misma calle San Antonio, una vía que estaba adoquinada y donde incluso una vez quiero recordar hicimos una competición de carreras, pero solo recuerdo la casa de la esquina con caras que mi memoria ya ha desdibujado.
Una vía con mucha actividad, al principio la pastelería y obrador de Clemente; enfrente vivía Joaquín, tenía un hermano pequeño, me encantaban las ventanas de su casa, eran enormemente altas; más adelante una tienda de ultramarinos; frente al colegio el kiosco de Irene, un sitio maravilloso para todos los niños, chicles, regalices, caramelos incluso secantes para tinta de color rosa; recuerdo a Irene como una mujer simpática; en realidad el kiosco era una habitación de su casa, y le habían hecho la puerta por la ventana, años después cerraron la puerta y volvió a ser ventana; y en la esquina otro ultramarinos, el de Ramón y Domina, luego mundialmente conocidos por su aventura hostelera primero en la Ronda y luego en la Bolamar.
Fue Doña Delfina la maestra que me enseñó a leer y escribir, y por lo tanto una de las personas más importantes de mi vida, carácter dulce pero aragonés genio. Una vez terminado Miguel Vallés se cerró la escuela de la Calle San Antonio, hasta su derribo hace pocas semanas fue cochera o almacén. Doña Delfina creo recordar que siguió su magisterio en Juan Espinal, hoy Pierres Vedel. Entre luz de invierno, recreos de primavera y olor a lapicero, solo puedo mostrar mi agradecimiento para aquella maestra que simbolizó el esfuerzo de enseñar a pesar de los escasos medios; hoy ya no existe el edificio que un día fue humilde escuela, es tiempo ahora de los recuerdos en esa sala de la mente donde se almacena lo vivido, allí sobresale la imagen de Doña Delfina y miles de letras de sentimiento que le dan las gracias.
Hace pocos días lo redujeron a escombros, se apreciaban los zócalos y las pizarras y pronto desaparecerán las escasas señales de los que un día fue la Escuela. Eran los años sesenta esos teñidos de bombilla de 125 y olor a leña quemada, y allí en paralelo a la Rambla de San Julián, que entonces era tierra y torrente de agua cuando llovía, se encontraba la primera escuela. Hoy la moderna denominación es parvulario, entonces escuela a secas,. Lo tenía todo, pupitres, calor y maestra, doña Delfina; un verde predominante en los citados zócalos y en los pupitres, lápices de colores, sacaminas y el parvulito ese primer libro del cole.
La escuela de los pocos medios y las grandes ilusiones, del esfuerzo de la maestra y de las cajas de botellines de leche, el régimen velaba por la alimentación de los niños de la precaria España. A mí el botellín de leche no me gustaba, una vez bebí un poco y me sentó como un tiro; la cogía porque Miguel Bertolín se bebía su botellín y el mío, es de esas imágenes que pasan casi fugaces por mi memoria; no recuerdo a todos los que compartían colegio conmigo, pero sí algunos, a Joaquín, a Jesús Calvo con el que recuerdo algún juego de balón en el recreo, a Isidro cómo iba de la mano de su madre por la Jardinera camino de la calle San Antonio, también a Enriquito con su cartera de cuero.
Años sesenta y un colegio mixto chicos y chicas; tengo la impronta de María José y Carolina que eran primas y un poco mayores que yo, las recuerdo al fondo de aula; a veces cierro los ojos e intento revivir ese momento en la escuela, me asaltan imágenes de dibujos y garabatos, de pirámides y geometrías y sobre todo el recreo, ese momento en el que tomábamos la calle, porque el recreo era en la misma calle San Antonio, una vía que estaba adoquinada y donde incluso una vez quiero recordar hicimos una competición de carreras, pero solo recuerdo la casa de la esquina con caras que mi memoria ya ha desdibujado.
Una vía con mucha actividad, al principio la pastelería y obrador de Clemente; enfrente vivía Joaquín, tenía un hermano pequeño, me encantaban las ventanas de su casa, eran enormemente altas; más adelante una tienda de ultramarinos; frente al colegio el kiosco de Irene, un sitio maravilloso para todos los niños, chicles, regalices, caramelos incluso secantes para tinta de color rosa; recuerdo a Irene como una mujer simpática; en realidad el kiosco era una habitación de su casa, y le habían hecho la puerta por la ventana, años después cerraron la puerta y volvió a ser ventana; y en la esquina otro ultramarinos, el de Ramón y Domina, luego mundialmente conocidos por su aventura hostelera primero en la Ronda y luego en la Bolamar.
Fue Doña Delfina la maestra que me enseñó a leer y escribir, y por lo tanto una de las personas más importantes de mi vida, carácter dulce pero aragonés genio. Una vez terminado Miguel Vallés se cerró la escuela de la Calle San Antonio, hasta su derribo hace pocas semanas fue cochera o almacén. Doña Delfina creo recordar que siguió su magisterio en Juan Espinal, hoy Pierres Vedel. Entre luz de invierno, recreos de primavera y olor a lapicero, solo puedo mostrar mi agradecimiento para aquella maestra que simbolizó el esfuerzo de enseñar a pesar de los escasos medios; hoy ya no existe el edificio que un día fue humilde escuela, es tiempo ahora de los recuerdos en esa sala de la mente donde se almacena lo vivido, allí sobresale la imagen de Doña Delfina y miles de letras de sentimiento que le dan las gracias.