Si fuéramos convencionales con los datos, oficios escritos y otros registros administrativos, diríamos aquello de: La Hierba, municipio de tal provincia, partido judicial de y lugar de vientos sanos y caserío con veinte fuegos aproximadamente, esto último se corresponde más a las descripciones de Madoz. Como en casi todos los lugares del agro rural, cuestas y calles conformadas también eras, poseía trazado con evocación romana (pura casualidad) con su Cado y Decumano, aunque aquí el segundo constituía la calle más principal, todo lugar o municipio que se precie tiene que tener calle, ancha, principal o mayor.
Me contaba Gloria que ella se casó en la Iglesia del pueblo y que se fue de viaje de novios a la calle Mayor, una manera socarrona y audaz de explicar aquellos tiempos sin banquete, sin viaje de novios y sin excursión familiar a Pronovias a probarse modelos. Tiempos duros, donde casa y campo tenían sus responsabilidades establecidas para todos los miembros de la familia, donde hasta el más ruin tenía algo que cavar.
Las calles en invierno son de luz cenicienta que diría Michael Ende, incluso a mediodía cuando el sol está en lo más alto, un gris ceniciento pleno de escalofríos petrifica tu mirada, te amarra los pies al suelo; cierto es que las paredes tienen ruidos atrapados de chiquillerías pretéritas, de apeos y caballería, de rumor de madres que llaman desde la puerta con alpargatas y mandil, de la tienda que dejó de ser tienda hace tanto que ni las hijas que crearon esos sonidos la mentan.
Cielos puros, aguas puras y tierras que el rio anega y las hace fértiles cual Nilo en miniatura, acequias y chopos y mucha hierba, en otro tiempo hierba tierna y la seca que mantenía buena parte de avío en el corral; me gusta mirar esa hierba, hoy en barbecho oscuro como esos rollos de Alejandría que se quedaron sepultados y el tiempo ha desecho, pero en los que todavía hay un reflejo tenaz, un destello, que nos hace interrogar lo que fue y de quien fue, si Homero, si Tucídides o una historia sobre los juegos de Eros niño en una placentera estancia del Olimpo. En la atmósfera no hay dioses, tampoco diosas, las deidades aquí son otras, mortales y alguna de lengua afilada entre tormentas y heladas, entre cierzo y mediodía de julio.
Veo pasar a la Rubia, los años se muestran implacables, la enfermedad ha hendido su zarpazo en el semblante, antes fue la avaricia quien le ennegreció el alma, al final caminamos hacia el destino; aunque no salgas de esas calles que guardan en sus piedras sonidos de lo que un día fue y ya no volverá a ser jamás, también guardan los secretos de adulterios y paternidades secretas por tanto silenciosas, porque aunque no suenan, se cantan; historias de tratos y de golpes de azada, de refugios en la religión, esa a la que se entrega un todo, a cambio de una salvación sin certeza, en la que muchas creen poseer el salvoconducto del bien pero sobre todo del mal. Por eso reza arrodillada, a pesar que sus frágiles piernas no lo aconsejan, entrega su semblante no sabemos si a la Virgen o a Cristo, si al santo patrón o a la doctora de la Iglesia; la ceremonia de entrega es mental, la miran y ella se siente observada y se relame, siempre lo hacía porque era tuerta y era mortera, salen los cantos del resto de hijas del lugar, glorifican a la Virgen, ella jamás canta solo vocaliza y lo hace porque era tuerta y era mortera.
Echo de menos a Miguel, una de esas personas buenas, que uno se alegra de haber conocido en esta vida, a veces pienso que cuando se es tan buena gente, y se tiene ese duende del bien, este mundo de negror encapotado no es el óptimo, sigo viendo su mirada alegre, su sonrisa su rostro sonrosado y me gusta acordarme de su interés siempre porque todo el mundo se llevará bien, por eso me gusta acordarme de Miguel.
Cuando salgo del caserío miro los campos y el barranco, ese que estando despejado el cielo ves bajar con una torrentera copiosa, y es que Zeus tiene sus caprichos y descarga sus rayos y sus truenos sierra arriba, creo que le gusta hacer prisioneras a las Hadas y los Elfos que por allí habitan. Adelante el poyato donde me sentaba con Lorenzo, su mirada de luz, sus cosas de la vida que tanto interés me despertaba, su prudente relato de las hijas de la hierba, y su caminata desde la capital aquel día que le dieron permiso en la mili, buen carácter y sonrisa media de quien se ha dejado mucha vida en el mundo de ruidos y chimeneas y vuelve al descanso de las primeras luces
Así, observando, recibiendo el sol de verano, el cierzo de invierno y las historias, te sumerges en la hierba, en sus hijas, en sus ruidos, en sus nostalgias y en sus viejos tratados; las tormentas no borran las virtudes ni tampoco los pecados.