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Un turolense en Castellón: la plaza del Torico Un turolense en Castellón: la plaza del Torico

Un turolense en Castellón: la plaza del Torico

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Por Jesús Lechón

Tras caminar emocionado por la calle de la Amargura sentí como la plaza del Torico me envolvía sin remedio. De vuelta a ella después de tantos años todo me resultaba extraño o cuando menos nuevo. Su bullicio ensordecedor invitaba asomarse a ella poco a poco, su luz y su gente decididamente me desbordo. La visión la recuerdo como algo maravilloso, emocionante. Teruel al fin. Nada de lo que vi me resulto familiar, todo era nuevo. De pronto me pareció estar dentro del decorado modernista de un parque temático dedicado al cine con el Desafío Buñuel en marcha. Si bien todo era color lejos de las películas mexicanas en blanco y negro de don Luis. Era tal vez como estar a las puertas del cielo en medio de un montón de gente que no te impide sentirte protagonista, digámoslo claro, eso solo puede suceder allí, a los pies del Torico en Teruel.

Miraba a uno y otro lado disparaba fotos, gente y más gente, luz y color. Mis hijas se empeñaban en dar con una oficina de turismo y mi mujer con la lección aprendida y todo apuntado nos reunió y trazo el plan a seguir en las próximas horas. Un error como otro cualquiera casi de principiante dedicarle tan poco tiempo. Por mi parte tan solo quería ver Teruel como el que pasa a dar vuelta de un pariente después de un tiempo, entrar, saludar, preguntar ¿cómo va la vida?. 

Comenzamos con un paseo en torno a la plaza dejándonos llevar. Nada malo parece que pueda sucederte en la ciudad del amor. Con la Torre del Salvador y la visita obligada a los Amantes se nos fue la mañana. Lugar este apacible y tranquilo donde el tiempo inmortal parece no pasar o hacerlo de puntillas. Final parada en su tienda la cual nos llevó a comprar un montón de recuerdos que amablemente nos guardaron hasta la tarde. Ya tenía mi cuadro de los amantes, ¡otro más!, otro quebradero de cabeza más, tendría que prescindir en casa de algún Kandinsky para poder colgarlo. 

En la espera tras comer bajo el sol de Teruel, el mismo de cualquier otro lugar aunque a veces no lo parezca, dimos un paseo entre escaparates. Una pequeña librería junto a la plaza llamo mi atención. Me parece una heroicidad dar constancia de su existencia. En sus estanterías un montón de libros con la Batalla de Teruel como protagonista, sin duda otro gran reclamo turístico. Me fije en el escrito por Martínez de Baños en torno al “calamochino” Rey D´Harcourt leído meses atrás. Habíamos quedado en vernos después de conocernos veinticinco años atrás, tantos como hace de mi servicio militar en la Academia General Militar de Zaragoza donde tuve la suerte de conocerlo. Iban a ser unas vacaciones de reencuentros el hacerse uno mayor es lo que tiene, y es magnífico. Todo ello tras una comida estupenda donde no podía faltar el jamón cortado a cuchillo, acompañado en mi caso de caldereta de cordero. A la pregunta de la camarera de cómo estaba, contesté: “ni mi madre ni mi mujer, ni mucho menos yo lo hubiéramos hecho mejor”.

Seguimos caminando hacia el convento de santa Clara en medio de una tranquilidad absoluta al no ser visitable y proseguimos cara la torre de san Martin dejando pasar el tiempo para ya a media tarde de nuevo entre los amantes visitar la iglesia de san Pedro. Ellas subirían a todas las torres mientras yo sentado a la fresca esperaba, escudriñaba el entorno, rezaba, lo cual es algo que nunca está de más y descansaba por fin tranquilo al nombrar la guía el instituto Vega del Turia como el antiguo Ibáñez Martin. (Si allí donde hice la selectividad). La posterior visita a la catedral de santa María fue quizás lo mas bonito de todo. Tal vez fuera el techo lo que nos impresionara o el escuchar a nuestra erudita guía, quien sabe. Allí por fin nos hablaron largo y tendido de la fiesta de los amantes en el mes de febrero Las Bodas de Isabel de Segura surgidas de esa nada de la que hoy huye con su capital a la cabeza la cenicienta (en palabras de Juan Antonio Usero) provincia turolense. 

Se escondía el sol cuando salíamos de la última tienda de recuerdos, yo el primero. Hay veces que mejor no saber, por ejemplo, no saber cuánto nos hemos gastado una vez más en recuerdos, unos platos de cerámica, pulseras, pendientes, un pendrive en forma de jamón que me regalarían días más tarde en mi cumpleaños. Cansados caminamos hacia el coche, la plaza seguía llena, ahora era evidente que junto a los turistas rezagados estaban los propios turolenses. Busque a mi amigo Joaquín, pero no lo encontré, nos marchamos con pena, casi obligados, nos hubiera gustado quedarnos allí mismo tal vez toda la vida. Nos esperaban mis padres en Calamocha y en Navarrete bajo su torre mudéjar que por fin van a restaurar, allí donde las mujeres en verano se reúnen al ponerse el sol para jugar al rabino, Maria José Márquez me iba a regalar su primera novela, Cross. De allí al charco a cenar con la abuela, pero eso ya es otra historia.  

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