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La periodista andorrana Ana I. Gracia cuenta su experiencia: una semana de encierro en Madrid, la zona cero de la pandemia La periodista andorrana Ana I. Gracia cuenta su experiencia: una semana de encierro en Madrid, la zona cero de la pandemia
EFE/Mariscal

La periodista andorrana Ana I. Gracia cuenta su experiencia: una semana de encierro en Madrid, la zona cero de la pandemia

La periodista andorrana Ana I. Gracia cuenta su experiencia
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Por Ana I. Gracia / (Periodista de Andorra que trabaja en El Español)

Reniego bastante de las costumbres que tradicionalmente visten a los hogares: la boda por la iglesia, los niños, comer los domingos en casa de la suegra. Llevo media vida viviendo de alquiler y, para mí, la casa simplemente es un lugar de tránsito entre un día y otro. El domingo por la noche caí mortal en la cama tras un fin de semana de locura y, tres días después, me vi obligada a autoimponerme una cuarentena por haber compartido espacio reducido con más de un positivo en coronavirus. Cierro y abro los ojos y sigo sin creérmelo: es la primera vez en mi vida que la zona cero de una pandemia es el lugar en el que vivo.

Hoy les escribo estas líneas cuando acumulo ya una semana de encierro en un inmueble de cuarenta metros cuadrados en Madrid, el principal foco de infección de España, la segunda ciudad del mundo donde se producen más contagios diarios. Los días pasan lentos, iguales, uno tras otro, como el sonido del segundero del reloj que, a ratos, me golpea con crueldad para advertirme de mi encierro. Tic, tac. Tic, tac. Ya me he dibujado un calendario donde he marcado una nueva rutina diaria en la que no puede faltar la ducha, la compra y bajar la basura. Echo más de menos que nunca a mi perra. En esta nueva era, me he aficionado a ir al súper cada día para reafirmarme cada mañana en que hoy tampoco nos quedamos sin pan. 

También he decidido poner en cuarentena el móvil. Los primeros días me generó mucha ansiedad recibir en bucle imágenes de estanterías de supermercados arrasadas. Solo me devolvía la calma comprobar con mis manos que seguía habiendo fruta, café, pollo, chocolate. Por eso es bueno filtrar las noticias que nos llegan, informarse por canales oficiales y no estar veinticuatro horas leyendo cosas sobre el coronavirus. Por higiene mental, apuesten también por depurar la información. 

El apetito se me ha disparado y ahora visito la nevera como si no fuera a comer mañana. Ya me he descargado el vídeo de Youtube que nos envió la profesora de zumba cuando suspendió las clases, pero aún no he encontrado el momento de darle al play. Será por tiempo... Menos mal que la cerveza no me gusta en casa tanto como en el bar. 

Llevo siete días que mi principal camino es ir desde la habitación hasta el comedor y la cocina. Son apenas veinte o treinta pasos en cada viaje. Pero hay ratos que ir de un sitio y otro se me hace intenso, demasiado largo, como si la casa se empinara de repente. He visto ya toda la serie Cómo defender a un asesino y he vaciado ya cajones que hacía tiempo que no miraba qué había dentro. Los primeros tres días me resultó hasta divertido vivir aislada. Pero, conforme los días se acumulan, el estado mental va a peor. 

En estos días extraños he visto pasar delante de mí todas las horas del reloj. A ratos se me apoderaba la tranquilidad, pero también me ha perseguido un agobio atroz, cuando me imaginaba que nunca vamos a salir ya de esta. Me he enfadado mucho con Pedro Sánchez, al que le he gritado desde mi salón por no tomar medidas más duras y multas más severas a los que salen ociosos a casa, como si esto no fuera con ellos. Yo era firme partidaria del teletrabajo porque, claro, nunca lo había ejercido. Ahora ya no salgo a la calle para ver a los políticos, sigo las ruedas de prensa por la televisión, como ustedes, envío las preguntas que me surgen por whatsapp y hago reuniones para hacer el periódico por webcam. El domingo por la noche nos comunican que el jefe tiene fiebre, en términos que las autoridades sanitarias consideran indicios de coronavirus. Le desaconsejan hacerse la prueba, pero la alarma se extiende a todos los curritos. ¿Lo toqué en la última reunión? ¿Guardé el metro de distancia? También recibo mensajes de compañeros con fotografías de sus termómetros, ninguno con síntomas. El mío marca 35,6 grados.

Son las nueve de la noche y me tumbo en el sofá pensando, victoriosa, en que he vencido un día más al coronavirus. Lo hago mientras leo La máscara de la muerte roja, de Edgar Allan Poe, un libro que cuenta cómo, en plena pandemia de la peste, un grupo de hombres y mujeres se refugia tras unas gruesas puertas blindadas para hacer frente al contagio. Antes, arramblan con todos los víveres posibles para sobrevivir y, una vez dentro, a salvo, miran desde la mirilla hacia fuera, como queriendo decir: que el mundo se las arregle solo. Echo una carcajada al leer este pasaje porque irremediablemente me viene a la cabeza todos esos españoles que madrugan para llegar los primeros al Mercadona y llevarse a casa decenas de rollos de papel higiénico. Es la particular fórmula que la gente ha encontrado para sentirse más segura.

Estoy ya en la cama y, antes de dormir, hago recuento mental de los pequeños dramas familiares, esos que cada uno sufrimos por dentro, los que compartimos por los grupos de whatsapp que estos días nos conecta con el mundo. Son esas historias personales, las que nos agobian de verdad, la de aquellos que nos preguntan angustiados cómo resuelvo lo mío. Pienso en María, que ha tenido que posponer su boda hasta el año que viene; en el coraje de Bea, mi peluquera, que ha cerrado su centro sin saber cómo va a pagar este mes la cuota de autónomos porque no quiere poner en peligro a sus clientas, la mayoría señoras en edad de riesgo. Eso sí que es asumir su responsabilidad. Bravo por ella. Me quita el sueño pensar en si mi amiga Carol encontrará cama pronto el día que dé a luz al pequeño Román y me entristece la soledad de muchos abuelos que viven solos, sin familia que les atienda. ¿Se habrán enterado de que han cerrado hasta los parques?

Se me han quedado clavados en la sien los ojos de Laura, la dependienta del Mercadona del barrio que el viernes cogió del brazo a una octogenaria para llevarle hasta el gel desinfectante. Con qué dulzura le explicó que hay que lavarse ocho veces al día las manos para evitar contagios. Hay gestos que no se pagan en la nómina. Me reconcilió con la vida conocer la historia de María, la médico del hospital madrileño Ramón y Cajal que se saltó su propia baja de maternidad para ayudar y ahora lleva una semana sin tocar a su bebé por miedo a estar contagiada. También me han conquistado los chinos que fueron a las puertas de los hospitales con varias cajas llenas de mascarillas al conocer que faltaban equipos de protección. Me conmovió el mensaje que nos llegó el sábado desde la Comunidad de Madrid: que nadie más fuera a donar sangre porque las reservas están llenas. 

Madrid es una ciudad a la que todos habéis mirado de reojo y a la que le habéis puesto los dos dedos índices en cruz para que a nadie se le ocurra pasar la cuarentena en el pueblo. Duerman tranquilos. La gran mayoría nos hemos aislado en nuestras casas antes de que nos obligasen y lo hemos hecho pensando también en ustedes. Madrid está muy enferma y, los que vivimos en ella, muy preocupados. 

Los que llegamos del pueblo hasta la Puerta del Sol hace ya muchos años, acompañados del miedo que trae todas las primeras veces, nos sentimos ahora en deuda con esta ciudad que nos lo ha dado todo: las parejas, unos amigos nuevos con casas repartidas por todo el planeta, un desarrollo profesional que no tiene techo. Ahora, que se ha quedado sin pulso en días, no son tiempos para dejarla sola.   

El miedo es una sensación poderosa y terrorífica que traspasa todas las capas del ser humano y se extiende más rápido que el propio coronavirus. Pero esta crisis también nos está poniendo a prueba como sociedad. Cada uno de nosotros debemos responsabilizarnos de cortarle el paso a la pandemia, si es que ha encontrado también un resquicio en nuestro sistema inmunológico para pasar de nuestro cuerpo a otro. Nos ha llegado la hora de cumplir con nuestros deberes después de pasarnos la vida entera exigiendo derechos, quejándonos de un sistema que nos aprieta hasta la asfixia. Esto ya no es solo cosa de los demás. El Gobierno activó el estado de alarma la medianoche del sábado y eso significa que nadie puede salir de su casa salvo para comprar lo básico, ir a la farmacia o al médico. No busquen más excusas: no se puede salir para nada más.

Ahora rezamos hasta en los santos en los que no creemos para que nos salve de un virus que nadie sabe dónde está, pero nos morimos de miedo cuando descubrimos que está un paso más cerca de nosotros. Vivimos sumidos en este caos del que no sabemos cuándo saldremos mientras fuera de esta cárcel sin rejas estalla una primavera sobrevenida con miles de adolescentes sin clase a los que también hemos pedido que tengan cabeza para contenerse. Chavales, si cierran los bares no es para que os apiñéis en las peñas.  

Entre artículo y artículo he escrito en una libreta una lista de las cosas que son realmente importante en mi vida y la he colgado en la nevera. No quiero que se me olvide cuando todo vuelva a la normalidad. El pincho de tortilla que me tomo cada mañana en el bar de Luis mientras devoro a la vez el periódico del día; su forma tan sutil de adivinar si pasé una buena noche o algo me trae ya de cabeza. Echo de menos saltarme -un día más- el gimnasio porque las cañas -otras más- siempre están por encima de todo. Es ahora cuando me he dado cuenta de lo mucho que me gusta besar y abrazar a la gente que quiero y lo mucho que lo hago cada día y que los chistes de mi jefe, hombre, tampoco son tan malos. Echo de menos las rutinas del día a día, como cuando me imagino cómo es la vida de la persona que por azar se sienta a mi lado en el vagón del metro hasta Sol, la estación en la que me bajo cada miércoles para ir al Congreso de los Diputados. También me faltan las mariposas que se me asientan en el estómago cuando visito la librería del barrio y pienso: algún día expondré aquí mi primer libro.

Hoy que todos somos seres sospechosos para el resto del mundo he venido a estas páginas para revelarles, queridos paisanos, que ahora que nos sienten débiles creo más que nunca en la fortaleza y la resiliencia del ser humano. El coronavirus me reconcilió con esta especie a las diez en punto de la noche de este sábado, cuando conocí a mi vecina argentina, la que vive en el edificio de enfrente. Las dos salimos al balcón a aplaudir a todas esas personas que se juegan la vida por salvarnos. No son solo médicos y enfermeros: son las limpiadoras, las que cosen las mascarillas, los recién licenciados a los que han llamado a filas, los jubilados que van voluntarios, los que conducen ambulancias, los taxistas, lo repartidores, los guardias de seguridad. A todos: gracias. Más allá de la ola de solidaridad que se desplegó desde cada balcón de España, la experiencia de ese aplauso colectivo me reconfortó. Ahí comprendí que no estoy sola, que vivo rodeada de vecinos que, al otro lado de la pared o en el balcón de enfrente, sienten mis mismos miedos y comparten todas mis frustraciones.

La vida era más bonita cuando podía viajar a Andorra cada vez que me apetecía ver a mi padre, que me espera siempre en casa para subirnos juntos al masico. Él me llena el maletero de tomates y de las hortalizas de la temporada para que, a mi vuelta, presuma en Madrid de los buenos frutos que nos da la tierra en Teruel. Ahora no nos besamos ni nos abrazamos, pero nos vemos por videoconferencia. Él se ha subido al mas antes de que lo obligue nadie, un espacio fresco, libre de toda infección. Tiene la despensa y la bodega llenas para tirar un mes. 

El coronavirus nos ha parado en seco unas semanas y nos concede la oportunidad de conocernos un poco más a nosotros mismos. Este es un tiempo nuevo que tenemos para pensar y discurrir, para hablar más con quien tengamos al lado, para sobrellevar a nuestros hijos, para poner a prueba nuestro matrimonio, para hacer cosas que hasta ahora nunca pensamos hacer. Son tiempos de cambiar de costumbres, de abrirse uno un vino en casa y tomárselo vía skype con los amigos. Hagan la prueba. Yo me tomé el domingo el primer vermú virtual de mi vida y me reí como si estuviera en el bar. 

Es pronto para hacer balance sobre cómo es la vida en tiempos del coronavirus. A lo mejor la epidemia nos trae un pico de natalidad dentro de nueve meses. Quién sabe. Ojalá, tenemos las pensiones en los huesos. Ya habrá tiempo de contar todo lo que se ha llevado por delante esta maldita pandemia. Amigos autónomos, pregunto todos los días cuándo llegarán las ayudas a los pequeños trabajadores que han tenido que cerrar sus negocios y no saben cómo pagarán las facturas el próximo mes. Yo sueño con escribir muy pronto la noticia que necesitas leer para que te devuelva la calma, esa que también se llevó consigo el maldito virus. 

Lo único que podemos hacer ahora es quedarnos en casa. El estado de alarma no tiene pinta de levantarse en quince días. No hay ninguna vacuna que combata al bicho. Nada. Nadie tiene más fuerza para luchar más contra él que nosotros mismos. Es el único antídoto que existe para vencerle. Luche, luche usted también, esto no lo arreglan solo los que nos gobiernan. Tenemos agua caliente, cama, ropa limpia, la nevera llena, libros, música, Netflix, teléfono, whastapp, Internet. Podemos ir al supermercado y al médico, si nos sentimos enfermos. Piénsenlo, tampoco necesitamos tanto. Es otra manera de vivir.