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Miguel Rivera

Como muchos de ustedes, amigos lectores, ya sabrán, estoy preparando mi traslado de la ciudad que me ha acogido con los brazos abiertos durante los últimos nueve años: nos vamos de Teruel. La temporada que viene entrenaré en Tenerife, hasta donde nos mudaremos mi familia y yo. No está siendo un momento fácil, despidiéndonos de tanta gente que ha sido importante durante este tiempo y empaquetando todos nuestros recuerdos en cajas. Tiempo para la nostalgia, sin lugar a la duda.

Dicen que las mudanzas son oportunidades para empezar de nuevo, pero también para repasar todas las vivencias que han sucedido en la casa desde que uno se instaló en ella, porque un hogar es mucho más que cuatro muros: es lo que uno construye dentro con su familia.

En la última semana, entre caja y caja, maleta y maleta, mi mente se ha ido de forma recurrente hacia los vecinos del edificio Los Amantes y sus colindantes, en la calle San Francisco. Desde luego, lo primero es dar gracias de que el derrumbe no se produjese unas horas antes, porque estaríamos hablando hoy de una desgracia de proporciones históricas en nuestra ciudad.

Casi siempre me pregunto qué me llevaría de mi casa si me dieran sólo cinco minutos para salir por la puerta, sabiendo que perderé todo lo demás. A veces, la parte pragmática de mi cerebro me dice que lo imprescindible para poder trabajar. Otras, gana la parte más emotiva y metería en la mochila las fotos con mi familia y aquellas cosas absolutamente insustituibles, aquellas que no se pueden comprar. Supongo que sería una buena pregunta, de esas que se hacen en las entrevistas de trabajo para conocer el perfil psicológico de los candidatos a ejecutivo de gran empresa. Yo creo que todavía no tengo una respuesta segura y espero no tener nunca que saber qué haría realmente.

Lo único cierto es que hoy no tenemos que estar lamentando 50 vidas perdidas, aunque sí muchísimas pérdidas materiales. Esas personas han perdido mucho más que su casa: han perdido su hogar. Y con él, todo lo que eso implica: sus vidas, sus recuerdos, sus costumbres, su día a día. Han perdido las cosas imprescindibles, las necesarias y las superfluas. Absolutamente todo. Es cierto que se ha generado una corriente de empatía y generosidad a la altura de la población de esta ciudad, siempre tan participativa y tan suya. Ojalá dure mucho tiempo, porque esas familias tardarán en volver a recuperar cierta normalidad en su día a día, y es difícil luchar contra el “Efecto Gaseosa”. Ya saben: muy chispeante al quitar la chapa, pero, según pasa el tiempo, se pierde todo el gas. Para eso, además de la solidaridad para con los vecinos, es indispensable la ayuda de todas las instituciones y que los afectados no caigan en el olvido hasta que puedan recuperar cierta normalidad en sus vidas.

Mientras, mi propósito para construir mi nuevo hogar es que tenga menos cosas de las que no son necesarias, que alargan mucho las mudanzas y molestan en caso de una eventual evacuación urgente. Lo más importante tiene siempre cabeza y corazón, y en esta catástrofe, afortunadamente, no hemos perdido nada de esto.