

Sonríe todo el tiempo, y sobre todo, por difícil o incómodo que resulte, mientras hablas. No pares de sonreír aunque te arruine la vocalización, aunque no vaya con tu personalidad, aunque te salga una sonrisa falsa, rígida, tumefacta. Eso es lo de menos.
Tú esboza una sonrisa, que por muy fraudulenta que sea, por muy extraña, desganada y acartonada que surja -mueca de chimpancé amaestrado-, pondrá sobre tu rictus natural -esa expresión seria y circunspecta que te caracteriza- una máscara de felicidad extrema y de optimismo ilimitado. La cuestión es que no reveles bajo ningún concepto que perteneces al colectivo del semblante adusto, a la clase de sujetos que no arrugan el rostro cuando están alegres.
Has de saber que los canales de autoayuda y los gurús del éxito han decretado la sonrisa como único talante autorizado en sociedad. Y no tengas miedo si te sale mal, porque las autoridades parapsicológicas, en su desmedida generosidad, han previsto tu caso, tan común, y aceptarán como sonrisa cualquier visaje que se le parezca. Así que tú sonríe. No importa lo rídículo que te veas o el porcentaje de mentira que hayas de incorporar. Comisuras tirantes y dientes al aire. No serás tú, pero transmitirás positividad; no mostrarás tu verdadero carácter, pero tampoco incurrirás en el grandísimo pecado, en el gravísimo atropello, en el extraordinario desafuero de no sonreír, castigado con el anatema social, con la proscripción absoluta, con la irrevocable condena de los altos gurús de las redes, del santonazgo supremo que ostentan los inventores de modas y los fabricantes de fentanilo audiovisual.
Ten presente que bastará un descuido, una frase pronunciada sin sonreír para que te declaren ponzoñoso, perjudicial y nocivo: tóxico. Es el nuevo calificativo para los apestados, para los individuo a los que conviene, y más que conviene se debe, por preceptivo mandato del hombre-masa, evitar a todo trance. No tengas la menor duda: si no sonríes cuando te grabas en vídeo, cuando te haces una foto e incluso cuando registras un audio -no se te ve, pero se nota en tu dicción que no sonríes-, te conviertes en un paria, en un indeseable y en un peligro.
La seriedad o adustez es la nueva lepra, y si la contraes te obligarán a vagar por el extrarradio junto a otros adustos, a ir con la cara tapada y tocando un cencerro para que la gente sana y sonriente se percate de tu presencia, para que no abrumes a nadie con tu desgracia. Es a lo que parece que vas cuando no sonríes. A lo que se ha establecido que vas. A lo que la superficialidad y el prejuicio dicen que vas.
El serio es tóxico; y todo tóxico, por definición, es un desgraciado y tiende a contarlo; busca refugio y comprensión; y puede arruinar el día, empañar el aura de felicidad que proyectan los que sonríen a todo tiempo, a todo trapo y a todo sonreír. En el alegrón permanente y vacío en que los caudillos del hedonismo han dictaminado que se viva cumple huir del tóxico como si de la conciencia se tratara. Sonríe, pues. No dejes de hacerlo.
Cuando te hagan una entrevista; cuando mires el teléfono, te asomes por la ventanilla o leas un libro; cuando asistas a la torpe representación de una encerrona -poli bueno/poli malo- a cargo de un equipo directivo que no tiene la menor idea de lo suyo. Dedícate a sonreír. Sonríe mientras hablas, mientras comes, mientras te asombras y mientras lloras.
Haz en todo momento la mueca del chimpancé. Porque si te relajas torcerán el gesto, se apartarán de ti, cuchichearán, te mirarán de reojo, te apuntarán con el dedo y pondrán cara de reproche, de indignación, de acusación y hasta de asco pero nunca de lástima. De modo que sonríe a diestro y siniestro, adelante y atrás, arriba y abajo, afuera y por defuera. Sonríe, animal, que te pierdes.