

Antes los reportajes contaban que cerraba el colegio del pueblo. Llamábamos al bar para localizar a los que tenían hijos. Había un par de sucursales bancarias y un tipo gritando “melones, melones… de Ciudad Real”. De esos ya no queda nadie y los del bar están plegando. No hay estadísticas, señal de que algo pasa de verdad. Alertan los anuncios en prensa: “se traspasa bar con vivienda”. Media España quejándose de los alquileres y aquí negocio y casa por 50 pavos y ni dios.
Han rehabilitado más gente los bares de pueblo que “proyecto hombre”. “Hemos venido de Barna, no sabíamos nada de restauración” y mucho de la vida, pensabas rápidamente. Los he visto de todo tipo: los que abren en fiestas y hasta los que tiene la llave el alguacil y cada uno echa en una hucha lo que se toma. Casos extremos. Bares que superan en fama al municipio, he almorzado en Gargallo al nivel de casa de mi madre. Qué maravilla de persona su dueña.
Platos de café en fila, a veces, fregadero lleno. Los hay con olor a leña, otros a cerrao. Los baños de pasar justa la ITV y, en decoración, predomina la foto del pueblo, como una provocación de cara a los mochufas. En Teruel, ya hay más pueblos sin bar o con uno que los que tienen, mínimo, dos bares. Oficina de turismo, conserjería, el café de después del cole, la partida (contra la soledad), la venta de pases y el vermú del domingo se quedan huérfanos.
Hay un momento en Los años nuevos en que la madre le reprocha a una de las hijas que le obliguen a salir tras quedarse viuda, y la hija se culpa de no estar triste: “yo no puedo ser feliz, y no pasa nada, tú tienes que salir y emborracharte, y tampoco pasa nada”. La vida es, queramos, o no. Porque el bar es sólo el indicador, uno más, de una España a la que le están quitando servicios y ganas. Sobran teorías sobre la despoblación, faltan medidas concretas. “El pueblo no muere sin bar, pero se queda muy triste”, dijeron en un bar.