Todos los días desde que llegué de València a Teruel -algo de lo que ya hace casi un año- he cruzado el viaducto. Lo he hecho a pie o en coche; de día o de noche; al borde de la congelación o sudando la gota gorda. Pero pocas veces me he detenido en medio de esa pasarela que une dos de las varias vidas que tiene la ciudad.
Y es que hay lugares que están hechos para facilitar el paso de un punto a otro, y sin los cuales nada tendría sentido. ¿Se imaginan una Teruel sin ninguno de sus viaductos?
La ciudad perdería su principal zona de paso, aunque no solo eso. También dejaría de tener una pieza arquitectónica capaz de sorprender a cualquier ingeniero estructural. Perdería unas de las mejores vistas de toda la ciudad, con atardeceres de película. E incluso perdería uno de los núcleos de la vida social turolense, ya que el viaducto viejo es el lugar en el que más personas conocidas intercambian un “Hola, ¿qué tal?”.
De todo esto me he percatado, casi sin detenerme, en mis rutinarias caminatas de casa al trabajo y del trabajo a casa. Imagínense lo que se puede llegar a sacar parándose a reflexionar en ese punto estratégico de la ciudad. Ahora, que ya estoy algo más reconvertido al turolesismo,-este año he vivido los cuatro días de Vaquilla casi sin parecer valenciano; desde el sábado por la mañana con uniforme blanco y pañuelico rojo- me doy cuenta de que una vez te detienes en un punto que teóricamente era de paso comienzas a verlo con otros ojos.
Buscando un título para esta sección de opinión estuve dándole vueltas a esas zonas de paso a las que apenas les ofrecemos ni una sola pizca de atención. ¿Cuál podía ser el paralelismo del viaducto para un valenciano recién llegado a la ciudad? Entonces, el Ragudo se me vino a la mente.
Al igual que el viaducto para los turolenses de toda la vida o el Ragudo para los más nuevos venidos de la tierra de la chufa, existen un sinfín de puntos de paso que rara vez permanecen en la memoria de los visitantes, pero que resultan indispensables para los que saben de buena fe que la vida continúa un poco más allá.
Y es que hay lugares que están hechos para facilitar el paso de un punto a otro, y sin los cuales nada tendría sentido. ¿Se imaginan una Teruel sin ninguno de sus viaductos?
La ciudad perdería su principal zona de paso, aunque no solo eso. También dejaría de tener una pieza arquitectónica capaz de sorprender a cualquier ingeniero estructural. Perdería unas de las mejores vistas de toda la ciudad, con atardeceres de película. E incluso perdería uno de los núcleos de la vida social turolense, ya que el viaducto viejo es el lugar en el que más personas conocidas intercambian un “Hola, ¿qué tal?”.
De todo esto me he percatado, casi sin detenerme, en mis rutinarias caminatas de casa al trabajo y del trabajo a casa. Imagínense lo que se puede llegar a sacar parándose a reflexionar en ese punto estratégico de la ciudad. Ahora, que ya estoy algo más reconvertido al turolesismo,-este año he vivido los cuatro días de Vaquilla casi sin parecer valenciano; desde el sábado por la mañana con uniforme blanco y pañuelico rojo- me doy cuenta de que una vez te detienes en un punto que teóricamente era de paso comienzas a verlo con otros ojos.
Buscando un título para esta sección de opinión estuve dándole vueltas a esas zonas de paso a las que apenas les ofrecemos ni una sola pizca de atención. ¿Cuál podía ser el paralelismo del viaducto para un valenciano recién llegado a la ciudad? Entonces, el Ragudo se me vino a la mente.
Al igual que el viaducto para los turolenses de toda la vida o el Ragudo para los más nuevos venidos de la tierra de la chufa, existen un sinfín de puntos de paso que rara vez permanecen en la memoria de los visitantes, pero que resultan indispensables para los que saben de buena fe que la vida continúa un poco más allá.