

El mes de marzo trae consigo los peores recuerdos. El pasado viernes, 14 de marzo, rememorábamos cuando el Gobierno decretó el Estado de Alarma en plena pandemia de coronavirus. Los momentos más duros parecía que aún estaban por llegar pero, ya por aquel entonces, esos que pensaban que un virus que estaba en China no llegaría a España, se daban cuenta de que se habían equivocado, que los problemas que acontecen en una parte del mundo, por muy lejos que esté, también son nuestros problemas, que en el televisor, si llora la gente de otros países, debemos inquietarnos, porque puede que, en un tiempo, sean nuestras lágrimas las que aparezcan en la pantalla. Dijimos que no nos olvidaríamos de esto cuando todo pasara.
Hace tres años, en marzo, también observábamos con preocupación cómo se había desatado la guerra en Ucrania y cómo continuaba avanzando. Nuestra postura era clara, Europa también estaba en peligro por la amenaza de Putin. Ucrania no estaba sola y los ucranianos merecían tener un lugar al que ir porque su país estaba en guerra. Un conflicto que nos atañía a todos. Por eso, eramos solidarios, porque a todos nos venía a la cabeza cuando España también estuvo en guerra, cuando nuestros abuelos tuvieron que emigrar.
Ahora, esta semana de marzo, en España nos peleamos por el reparto de menores migrantes, por ver cuál es la comunidad que menos se queda. Como si fueran un castigo. Algo ajeno a nosotros, como si el hecho de que hubiera miles de niños y jóvenes que se tiraran al mar huyendo no fuera algo que nos incumbiera a todos. Como si un día nosotros no pudiéramos convertirnos en ellos y tuviéramos que estar escuchando en las noticias que a ver qué hacen con nosotros. La migración es una cuestión global. Nos afecta a todos. Si la guerra de Ucrania la tomamos como lo que es, un peligro mundial, una amenaza en la que no podían quedarse solos, también tenemos que estar presentes en la acogida de niños cuyo único delito es querer encontrar una vida mejor.
Hace tres años, en marzo, también observábamos con preocupación cómo se había desatado la guerra en Ucrania y cómo continuaba avanzando. Nuestra postura era clara, Europa también estaba en peligro por la amenaza de Putin. Ucrania no estaba sola y los ucranianos merecían tener un lugar al que ir porque su país estaba en guerra. Un conflicto que nos atañía a todos. Por eso, eramos solidarios, porque a todos nos venía a la cabeza cuando España también estuvo en guerra, cuando nuestros abuelos tuvieron que emigrar.
Ahora, esta semana de marzo, en España nos peleamos por el reparto de menores migrantes, por ver cuál es la comunidad que menos se queda. Como si fueran un castigo. Algo ajeno a nosotros, como si el hecho de que hubiera miles de niños y jóvenes que se tiraran al mar huyendo no fuera algo que nos incumbiera a todos. Como si un día nosotros no pudiéramos convertirnos en ellos y tuviéramos que estar escuchando en las noticias que a ver qué hacen con nosotros. La migración es una cuestión global. Nos afecta a todos. Si la guerra de Ucrania la tomamos como lo que es, un peligro mundial, una amenaza en la que no podían quedarse solos, también tenemos que estar presentes en la acogida de niños cuyo único delito es querer encontrar una vida mejor.