Cada año viajo a Canarias con amigos aprovechando el final de las Navidades. Recuerdo que en uno de los vuelos de vuelta, hace un par de años, cuando todos estábamos sentados en nuestros asientos entraron una treintena de chavales africanos. Nos llamaron la atención por cómo iban vestidos: todos iguales, con un chándal nuevo y una mochila azul eléctrico a juego con el nombre de una ONG serigrafiado. Entraban sonrientes y felices. Ilusionados. Para todos ellos, casi seguro, era la primera vez que montaban en avión.
Durante el vuelo, algunos entablaron conversación con otros pasajeros. En un francés más fluido que el nuestro narraban cómo había sido su travesía para llegar a Canarias, lo que habían dejado atrás y lo más importante, lo que esperaban encontrar al llegar a la península. Pocos tenían la intención de quedarse en España. Su sueño era irse a Francia o los Países Bajos, donde dominaban la lengua y, en algunos casos, tenían familiares y amigos ya. Sabían que al llegar a Madrid irían a algún centro de acogida donde tendrían clases y talleres para formarse en algún oficio. Y que, tras unos meses allí, podrían irse a donde quisieran dentro de la Unión Europea. Al aterrizar en Barajas, después de tres horas y media de vuelo, ninguno se levantó del asiento. Les habían dicho que dejasen bajar a todo el mundo y que luego irían ellos. Nos despidieron levantando las manos, con sus inmensas palmas blancas y una sonrisa de oreja a oreja. Volví a verlos, minutos más tarde, cuando los llevaban ordenadamente a la salida de la zona de equipajes para embarcarlos en el sueño de sus vidas.
A las pocas semanas, estando de reportero en Telemadrid, me tocó cubrir una manifestación de vecinos de un barrio del sur de la capital. Se quejaban por la apertura de un piso de acogida con una veintena de menores migrantes. Se habían producido robos y peleas en los últimos días; pero todo había saltado por los aires cuando un vecino grabó desde la ventana cómo apuñalaban a un señor en un aparcamiento por un motivo que no recuerdo ya.
Al llegar al barrio vi gente cabreada, sí. Pero el sentimiento mayoritario era el miedo. Llegamos a hablar con algunos de los vecinos del piso de acogida que nos aseguraban que el principal problema era que nadie controlaba a esos chicos, que los habían abandonado allí y que no tenían ni oficio, ni beneficio. A eso se sumaba que la nacionalidad de la mayoría de esos chavales era, con diferencia, la más problemática de cuantas llegan a nuestro país. Los trabajadores sociales con los que hablamos después nos contaban historias de otros pisos de acogida donde todo era armonía y jóvenes acababan integrándose en nuestra sociedad. Pero también de cómo una mala planificación puede hacer que todo salte por los aires.
El tema de la inmigración ilegal es harto complejo de analizar y aún más de solucionar. Tiene aristas de todo tipo. Las personas que vienen no tienen la intención de delinquir, ni mucho menos de invadirnos como aseguran algunos. Buscan sobrevivir, un futuro mejor. Pero vienen de un lugar donde sus vidas valen muy poco. Y por consiguiente, las nuestras. Su integración depende de nuestra capacidad como sociedad de darles cabida y cobijo. Y eso no es fácil en un momento polarizado políticamente como el que vivimos.
Mora de Rubielos va a tener, sí o sí, a 120 chavales procedentes (afortunadamente) de Mali. Y sólo hay dos opciones: integrarlos o apartarlos. Dejando a un lado la supuesta solidaridad interterritorial (que los supremacistas catalanes se pasan por el forro con el beneplácito socialista) toca hacerles un hueco. No hay otra, por mucho que se patalee. Y créanme que aislarlos es convertirlos en extraños. Y un pueblo de 1.500 habitantes no se puede permitir el lujo de tener casi un 10% de extraños. Muchos acabarán yéndose a Europa en unos meses. Otros, acabarán integrándose en el pueblo, yendo a trabajar recogiendo trufa. Serán hombres y mujeres con un porvenir. Y esa es nuestra mejor baza: que tengan futuro. Porque cuando la vida no vale nada es cuando llegan los problemas. Eso sí, sobre la gestión de la crisis migratoria ya hablaremos más adelante porque no se puede hacer peor las cosas.
Durante el vuelo, algunos entablaron conversación con otros pasajeros. En un francés más fluido que el nuestro narraban cómo había sido su travesía para llegar a Canarias, lo que habían dejado atrás y lo más importante, lo que esperaban encontrar al llegar a la península. Pocos tenían la intención de quedarse en España. Su sueño era irse a Francia o los Países Bajos, donde dominaban la lengua y, en algunos casos, tenían familiares y amigos ya. Sabían que al llegar a Madrid irían a algún centro de acogida donde tendrían clases y talleres para formarse en algún oficio. Y que, tras unos meses allí, podrían irse a donde quisieran dentro de la Unión Europea. Al aterrizar en Barajas, después de tres horas y media de vuelo, ninguno se levantó del asiento. Les habían dicho que dejasen bajar a todo el mundo y que luego irían ellos. Nos despidieron levantando las manos, con sus inmensas palmas blancas y una sonrisa de oreja a oreja. Volví a verlos, minutos más tarde, cuando los llevaban ordenadamente a la salida de la zona de equipajes para embarcarlos en el sueño de sus vidas.
A las pocas semanas, estando de reportero en Telemadrid, me tocó cubrir una manifestación de vecinos de un barrio del sur de la capital. Se quejaban por la apertura de un piso de acogida con una veintena de menores migrantes. Se habían producido robos y peleas en los últimos días; pero todo había saltado por los aires cuando un vecino grabó desde la ventana cómo apuñalaban a un señor en un aparcamiento por un motivo que no recuerdo ya.
Al llegar al barrio vi gente cabreada, sí. Pero el sentimiento mayoritario era el miedo. Llegamos a hablar con algunos de los vecinos del piso de acogida que nos aseguraban que el principal problema era que nadie controlaba a esos chicos, que los habían abandonado allí y que no tenían ni oficio, ni beneficio. A eso se sumaba que la nacionalidad de la mayoría de esos chavales era, con diferencia, la más problemática de cuantas llegan a nuestro país. Los trabajadores sociales con los que hablamos después nos contaban historias de otros pisos de acogida donde todo era armonía y jóvenes acababan integrándose en nuestra sociedad. Pero también de cómo una mala planificación puede hacer que todo salte por los aires.
El tema de la inmigración ilegal es harto complejo de analizar y aún más de solucionar. Tiene aristas de todo tipo. Las personas que vienen no tienen la intención de delinquir, ni mucho menos de invadirnos como aseguran algunos. Buscan sobrevivir, un futuro mejor. Pero vienen de un lugar donde sus vidas valen muy poco. Y por consiguiente, las nuestras. Su integración depende de nuestra capacidad como sociedad de darles cabida y cobijo. Y eso no es fácil en un momento polarizado políticamente como el que vivimos.
Mora de Rubielos va a tener, sí o sí, a 120 chavales procedentes (afortunadamente) de Mali. Y sólo hay dos opciones: integrarlos o apartarlos. Dejando a un lado la supuesta solidaridad interterritorial (que los supremacistas catalanes se pasan por el forro con el beneplácito socialista) toca hacerles un hueco. No hay otra, por mucho que se patalee. Y créanme que aislarlos es convertirlos en extraños. Y un pueblo de 1.500 habitantes no se puede permitir el lujo de tener casi un 10% de extraños. Muchos acabarán yéndose a Europa en unos meses. Otros, acabarán integrándose en el pueblo, yendo a trabajar recogiendo trufa. Serán hombres y mujeres con un porvenir. Y esa es nuestra mejor baza: que tengan futuro. Porque cuando la vida no vale nada es cuando llegan los problemas. Eso sí, sobre la gestión de la crisis migratoria ya hablaremos más adelante porque no se puede hacer peor las cosas.