

La vida es cíclica. Cada año, parece que se reabre el mismo debate. El de si el papel llegará a desaparecer. Lo planteábamos en la primera clase que di en la facultad y, ahora, siete años más tarde, volvía a leer otro artículo parecido en un periódico.
A mí me gusta leer en papel y, pese a todas las recomendaciones de sostenibilidad, me niego a deshacerme de él.
En mi casa, siempre se ha comprado el periódico -se sigue haciendo- y todavía se imprimen las fotografías que tomamos.
Mi abuelo, Ángel Moreno, ahorró toda su vida para conseguir una cámara de fotos. Retrataba todo. Incluso mi paciencia acabándose. Esta no ha sido nunca una de mis virtudes. Era como si, con esas imágenes, recuperara, poco a poco, todo lo que la guerra le quitó de pequeño.
Cuando tenía 11 años, un día de marzo de 1938, fue a jugar con sus amigos a la Glorieta de Alcañiz. La última vez que los vio. Varias bombas de la aviación legionaria italiana cayeron sobre todos ellos. No sonaron las alarmas, pero mi abuelo se escondió debajo de un banco y, gracias a eso, fue el único que sobrevivió. Sobrevivió hasta el 28 de marzo de 2025. El miedo a lo desconocido le acompañó toda su vida y nunca dio la paz por garantizada.
Esta fue la primera historia que, de pequeña, conocí de su boca. Yo no entendía cómo un niño pudo tener miedo un día, simplemente, de salir a la calle a jugar. Luego, de mayor, comprendí que, entre Gaza, Ucrania y otros países, también había niños que, en su día, fueron mi abuelo.
Años después de adquirir su cámara de fotos, compró un telescopio y, en verano, en Peñíscola, veíamos la luna todas las noches. Luego, nos regalaba las imágenes impresas.
A medida que los años pasaban, sus conversaciones se volvían más cortas y sus aspiraciones más pequeñas, pero hubo algo que siguió pidiendo a sus nietos hasta el final: que estudiásemos, que nunca nos conformásemos con lo que ya sabíamos. Él nunca dejó de comprar el periódico. Sus últimas fotos son leyendo uno. Incluso en sus últimos días en el hospital, en su silla de ruedas o en donde fuese.
A mí me gusta leer en papel y, pese a todas las recomendaciones de sostenibilidad, me niego a deshacerme de él.
En mi casa, siempre se ha comprado el periódico -se sigue haciendo- y todavía se imprimen las fotografías que tomamos.
Mi abuelo, Ángel Moreno, ahorró toda su vida para conseguir una cámara de fotos. Retrataba todo. Incluso mi paciencia acabándose. Esta no ha sido nunca una de mis virtudes. Era como si, con esas imágenes, recuperara, poco a poco, todo lo que la guerra le quitó de pequeño.
Cuando tenía 11 años, un día de marzo de 1938, fue a jugar con sus amigos a la Glorieta de Alcañiz. La última vez que los vio. Varias bombas de la aviación legionaria italiana cayeron sobre todos ellos. No sonaron las alarmas, pero mi abuelo se escondió debajo de un banco y, gracias a eso, fue el único que sobrevivió. Sobrevivió hasta el 28 de marzo de 2025. El miedo a lo desconocido le acompañó toda su vida y nunca dio la paz por garantizada.
Esta fue la primera historia que, de pequeña, conocí de su boca. Yo no entendía cómo un niño pudo tener miedo un día, simplemente, de salir a la calle a jugar. Luego, de mayor, comprendí que, entre Gaza, Ucrania y otros países, también había niños que, en su día, fueron mi abuelo.
Años después de adquirir su cámara de fotos, compró un telescopio y, en verano, en Peñíscola, veíamos la luna todas las noches. Luego, nos regalaba las imágenes impresas.
A medida que los años pasaban, sus conversaciones se volvían más cortas y sus aspiraciones más pequeñas, pero hubo algo que siguió pidiendo a sus nietos hasta el final: que estudiásemos, que nunca nos conformásemos con lo que ya sabíamos. Él nunca dejó de comprar el periódico. Sus últimas fotos son leyendo uno. Incluso en sus últimos días en el hospital, en su silla de ruedas o en donde fuese.