Cuando contemplamos las llamas del fuego de la chimenea en un crudo invierno, nos invade una sensación de placidez, abrigo y seguridad. El fuego nos atrae, es lejano y a la vez cercano, no podemos tocarlo, produce un dolor lacerante que lo consume todo, solo nos conformarnos con mirarlo, adorarlo y valernos de él para nuestras necesidades. Consumimos fuego de muchas formas, como un elemento purificador que destruye todo lo viejo y da paso a algo renacido, como un elemento sagrado, presente en el fuego de los antiguos templos como el de Vesta, donde ardía la llama protectora de Roma, o como una prueba de la divinidad, según relata la Biblia: “Se apareció el ángel del señor en una llama de fuego en medio de una zarza”.
Los primeros humanos descubrieron cómo obtenerlo y conservarlo encendido y dieron un importante salto evolutivo, podían calentarse y cocinar sus alimentos, lo que se tradujo en una mejora de sus aptitudes físicas como especie.
Estos ancestros humanos verían las erupciones volcánicas y los ríos ardientes que conforman las coladas de lava, sin entender qué era aquel elemento incandescente que brotaba de la tierra y que tanto temían. Consiguieron domesticar el fuego para sus necesidades y utilizarlo como herramienta de trabajo.
Ahora, asistimos con horror en nuestro mundo moderno cada verano a los incendios que brotan por todo el Mediterráneo; en nuestro país son muchos los que a la hora de leer estas líneas están activos. Los cielos se tiñen de color naranja, extendiendo velos de humo en torno a ciudades que se ven obligadas a evacuar incluso a los turistas, tal como ha sucediendo en Atenas y otros lugares durante estos últimos días.
Sentimos una enorme impotencia, constatamos que no bastan las campañas de concienciación sobre los peligros estivales, que amenazan con provocar fuegos, bien en forma de tormentas secas y otros fenómenos naturales que son inevitables, como por descuidos o mala intención, pero se producen y no se consigue erradicar o minimizar ese peligro. La tragedia se cierne sobre los ecosistemas sin remedio, la civilización tan tecnológica de la que gozamos no parece reparar en la importancia crucial de la conservación del entorno, preservando campos y bosques, que pierden con el fuego especies animales y vegetales muchas en peligro de extinción, provocando además cuantiosos daños económicos en el campo. La cultura del consumo exacerbado a todos los niveles, tanto en el ámbito doméstico, como en nuestra concepción actual del ocio, parece olvidar el respeto que debemos a la naturaleza que nos rodea para seguir gozando de la fortuna de la vida. A los muchos males de nuestro tiempo, se suma el abandono del medio rural, que tan difícil es de recuperar, sembrando el territorio de campos sin cultivos y pueblos abandonados. El consumo turístico masificado es sin duda un dinamizador de la economía, pero a su vez un destructor de lugares con encanto, naturales y sencillos. Ya apenas podemos visitar algunos entornos sin tener siempre a la vista una gran cantidad de viajeros que van de un lugar a otro, muchas veces descuidados y sin importarles lo que dejan detrás.
Pero los mitos nos cuentan una versión más poética y nos llevan hasta Prometeo, un antiguo titán amigo de los mortales, que fue tan osado, como para robar el fuego de los dioses y entregarlo a los humanos como regalo. Fue muy ingenioso al engañar a Zeus de una forma original; realizó el sacrificio de un buey, lo dividió en dos partes, en una puso la piel y la carne, en la otra los huesos cubiertos con la grasa; le dio a elegir qué parte era su preferida y Zeus eligió la grasa, pensando que cubría la carne y se encontró con los huesos. Indignado, prohibió el fuego a los hombres y Prometeo tuvo que robarlo para entregárselo. Zeus tomó venganza y encadenó a Prometeo a una roca del Cáucaso dónde cada día, un águila devoraba su hígado, órgano que durante la noche volvía a crecer, para diariamente seguir devorándolo. Un castigo atroz digno de un Zeus vengativo. La humanidad recibió el fuego de manos de Prometeo, considerado el gran civilizador como nos lo recuerda la llama Olímpica que acaba de apagarse en París y que conmemora este antiguo mito. El fuego se hizo presente en nuestras vidas, para lo bueno y para lo malo, calentando nuestros hogares, pero también quemando y arrasando ciudades en cuantas guerras ha conocido este mundo, siempre a sangre y fuego.
Los tsunamis, inundaciones, desprendimientos, terremotos, erupciones volcánicas e incendios nos recuerdan la fragilidad de los humanos frente al poder de la naturaleza, pero olvidamos fácilmente, mientras asistimos una y otra vez al ciclo de este fuego eterno, regalo robado por Prometeo, como espectadores impávidos mientras pasan años, siglos y milenios. El águila vuelve una y otra vez a devorar el hígado. Tal vez Prometeo nos hizo un regalo excesivo, que aún no comprendemos ni dominamos por completo.