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Landares se clausura con un gran museo al aire libre a 1.500 metros de altura en Alcalá de la Selva Landares se clausura con un gran museo al aire libre a 1.500 metros de altura en Alcalá de la Selva
El ‘Observatorio efímero’ de Daniel Pérez corona el punto más alto del paraje de Alcalá donde se distribuyen las obras de ‘landart’ de Landares

Landares se clausura con un gran museo al aire libre a 1.500 metros de altura en Alcalá de la Selva

Las obras de ‘landart’ quedarán diseminadas por una senda que parte del Alto de San Rafael
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La cuarta edición de Landares, el festival de arte en la naturaleza de Alcalá de la Selva, se clausuró el sábado con la finalización de las últimas piezas y con una serie de paseos guiados e interpretados a lo largo de las sendas por las que transcurre la exposición de landart, y que contaron con numeroso público. Al anochecer Javier La Casta ofreció una performance musical desde el asentamiento íbero que domina el valle, y a partir de ahora las obras podrán visitarse libremente por los paseantes y amantes de la naturaleza que descubran el entorno. Allí estarán mientras los materiales con los que la quincena de artistas que han participado en la muestra han realizado su obras aguanten los embates de la climatología. Todos proceden de la naturaleza; troncos, ramas, piñas, paja, piedras o cordel, y allí se quedarán como tributo al entorno natural privilegiado de Alcalá, auténtica razón de ser de Landares. 

Joseán Vilar, Raúl Alonso y Pilar Gil han sido los organizadores de la cuarta edición de una cita que cada año se centra en un paraje natural de Alcalá y en el que más de quince artistas han construido una interpretación personal del concepto ciclo, que reune temáticamente a todas las piezas, algo más de una veintena, que pueden verse. Estas se distribuyen a lo largo de una senda que discurre desde el Alto de San Rafael, hacia la izquierda de la carretera en dirección a Mora, hasta dos promontorios en los que existen restos de asentamientos íberos sin excavar. A través de algo más de dos kilómetros de senda se diseminan las piezas, en una especie de juego en las que el caminante, aunque ayudado por hitos de madera, tiene que entrar en sintonía con el entorno para ir descubriendo poco a poco cada pieza, distinguiendo dónde la obra de arte es únicamente responsabilidad de la naturaleza y dónde ha entrado la mano del ser humano. 

El recorrido comienza pocos metros tras abandonar la carretera, donde una performance que los organizadores interpretaban a cada grupo visitante invitaba a pedir permiso al espíritu del bosque, siempre buen anfitrión, para adentrarse en sus dominios con respeto y humildad. A partir de ahí las piezas van salpicando y sorprendiendo la sensibilidad del paseante. 

Un pequeño parque escultórico suspendido abre paso a El abrazo, en la que Silvana Catazine ilumina dos peculiares pinos que parecen abrazarse con pequeños fuegos realizados en plásticos biodegradables y material orgánico, junto a un homenaje a la trashumancia creado por Juanjo Muñoz, en el que una cúpula creada con ramas, lana de oveja guirra y líquenes, da cobijo a un refugio en el que, como elementos disruptores, aparecen una mesita de noche, un paraguas o un camastro ligero, prácticamente los únicos materiales fabricados por la mano del hombre, más allá de cordeles, que puede verse en Landares IV. 

Pilar Gil aprovecha una roca y unos musgos para construir, con piñas, una figura mística que recuerda a un choto, protector o amenaza, según se mire, y Marina Merelo explora el concepto del ciclo con un torrente de ramas que recorre parte de la ladera comenzando bajo una roca y encondiéndose tras otra en su final, como la parte visible de un ciclo circular e infinito. 

El concepto de círculo también lo explora Sandro Massari, con una circunferencia de ramas suspendida de un arbol, bajo la cual una figura recuerda a un brote vegetal o a una llama que mantiene caliente y viva la composición. Por su parte Raquel Ramírez dedica su obra al responsable último de todos los ciclos que se generan en nuestro planeta, el Sol, con una pieza figurativa en la que se representa la estrella a partir de materiales encontrados en las cercanías del emplazamiento. 

Anneta Santacreu transforma su referente del círculo a la espiral para crear una compleja estructura en la que, partiendo de un gran arbol muerto, una serie de cordeles tensados por el peso de varias piedras, colocadas en espiral en torno a la base del tronco, construyen una especie de refugio que conduce a él. Parte de las ramas del árbol se encuentran sujetos por la tensión creada por las cuerdas, por lo que el efecto estético es el de que vuelan movidas por un pequeño tornado. 

Valentina Vilar es la artista participante más joven, con una yincana formada por varias pruebas en las que el paisaje pone a prueba al visitante, que debe mostrar su confianza y su respeto por la naturaleza para poder seguir su camino. Pero la naturaleza es generosa, y se abre de par en par para poder visitar El observatorio geodésico, que Daniel Pérez ha construido en un promontorio que domina el valle. Tira de cierta ironía porque ha creado la estructura de lo que podría ser un planetario celeste, que lógicamente no tiene ninguna carpa porque el cielo real que puede verse desde allí, por las noches,  no puede ser superado por ninguna proyección digital. 

Desde el promontorio se observa el espectacular Nido gigante construido por Manolo Jiménez, para quien esa figura es metáfora del comienzo de cualquier ciclo, y también, aunque algo más escondido, del entramado de maderas de cerca de siete metros que, a bastante distancia, ha construido Fernando Novella, jugando con la mística del espacio. Una obra que se plantea casi como un juego de búsqueda, pues es necesario afinar la vista para distinguirla en la lejanía. 

De regreso, un homenaje a la geometría cíclica construido en madera por Joseán Vilar, aprovechando dos árboles partidos por el viento, uno de los cuales queda soportado en parte por un joven pino que, caprichosamente, se dobla bajo el peso del otro, y otra estructura en madera de Pilar Gil. 

Además otros autores como Raúl Alonso, Louis Sicard o Vanessa Moreno aportan sus propias intervenciones, siempre con las máximas de utilizar materiales procedentes de la naturaleza o bien reciclados, y de integrar sus piezas en la naturaleza sin estridencias  y con vocación de realzar, no de enmascarar. 

Según Joseán Vilar, valenciano afincado en Barcelona aunque muy vinculado a la sierra de Gúdar desde su infancia, y uno de los organizadores de Landares, la finalidad principal del festival es “concienciar sobre el respeto a la naturaleza y sobre el hecho de que ese paisaje suele ser de por sí una obra de arte. Lo único que tenemos que hacer nosotros, en muchos casos, en enmarcar cosas que ya estaban allí, pero que quizá de otro modo pasarían inadvertidos”.

Cómo encontrar Landares IV, en el corazón de la Sierra de Gúdar

Para llegar a la senda en la que está situada Landares IV hay que aparcar en el parking situado en el Mirador del Alto de San Rafael, a 1540 metros, entre La Vega y Mora de Rubielos, muy cerca de la primera población. El camino por el que se distribuyen las piezas está al otro lado de la carretera de donde se sitúa el parking, a unos cincuenta metros en dirección a La Vega. En cuanto se accede a la senda, una señalética construida con ramas y elementos naturales va guiando al visitante, y unos hitos realizados con pequeños troncos indica la presencia de cada obra realizada.