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Yamal Yamal
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Nuria Andrés
Cuando cruzas la frontera de Los Pirineos, no es difícil encontrar en el país vecino a un González, un García o un Rodríguez. Son descendientes de aquellos que un día tuvieron que abandonar España porque en su país, hace menos de un siglo, corría una guerra que terminó con la vida de miles de personas y donde la hambruna acechaba entre los escombros de las calles. Fueron tiempos muy duros, pero, al menos, en aquellos países que nos acogieron, no nos pidieron saber marcar goles para dejarnos vivir en ese lugar.

El culebrón de este verano se ve que es el reparto de menores migrantes no acompañados entre las distintas comunidades autónomas. Vamos, para que se entienda, es un reparto de niños. Niños que se encuentran en un país que no conocen, sin saber si van a volver a ver a sus padres y rogando por un futuro mejor que el del lugar del que se han visto obligados a irse.

Desde Vox lo dijeron claro: Esos menores son delincuentes. Si es cruel instrumentalizar la inmigración con fines políticos para crear miedo entre la población y luego poder ponerlo en tu programa electoral, mucho más lo es si lo que intentas es criminalizar a un niño. Cientos de menores entre los que, al igual que hay entre cientos de niños españoles, puede existir algún delincuente.

Ciertas voces -un poco más avispadas- enseguida se apresuraron a decir que sin los menores migrantes, no hubiéramos tenido a Lamine Yamal, que nos hizo llegar a jugar en la final de la Eurocopa.

Es cierto, el futbolista se merece todos los vítores y aplausos que se deseen dar, pero, ¿de verdad hay que exigir que un menor migrante sea un futbolista de éxito para residir en España?

Debe de ser que la vara de medir el grado de criminalidad depende de los goles que puede meter en una portería. Ahora, España ya ha ganado su cuarta Eurocopa en Alemania, pero parece que, aquí, en su tierra, todavía le queda conquistar su primera batalla contra el racismo.