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Nuria Andrés

La crudeza de la actualidad nos ha hecho volvernos casi inmunes ante un edificio devastado que vemos en las noticias. Claro, estamos acostumbrados a esto cuando, al bajar nuestra vista a la izquierda en el telediario, vemos que la localización es Gaza o Ucrania, pero nunca hubiéramos podido imaginar que un edificio del barrio del Campanar en Valencia se convirtiera en lo que parece un campo de guerra.

Valencia, esa ciudad que siempre hemos considerado -con permiso de sus ciudadanos- la playa de todos; que veíamos retratada en postales veraniegas o en anuncios que te invitan a escapar una temporada y hoy la visualizamos entre lágrimas.

Ahora, un extraño mutismo se produce cada vez que alguien nombra ‘Valencia’ y a esta ciudad la recubre un halo de desconcierto y tristeza. Es inevitable no pensar que una tragedia así podría habernos pasado a cualquiera. Que esa gente estaba en su casa y ahora, en el mejor de los casos, la vída es lo único que les queda porque lo demás lo han perdido todo.

Las primeras víctimas que se conocieron, esa pareja que, junto a sus dos hijos, murieron entre llamas intentando despedirse de sus seres queridos podríamos ser cualquiera de nosotros. Cuatro personas- una de ellas que solo conocía este mundo desde hace ocho días-  que decían adiós a todo después de que hace solo unos minutos estuvieran tranquilos en lo que era su hogar, su refugio.

Estos días vemos los rostros del horror; de quien vio por una cámara cómo todo lo que tenía se quemaba; quien esperó que sus familiares les cogieran una llamada que nunca descolgaron y de aquellos que miran las ruinas preguntándose qué ha fallado para que tengamos que lamentar, como mínimo 10 muertes. Un esqueleto de cimientos que hoy ya es una cicatriz en la ciudad. Y cuando los días pasen y el viento vaya borrando lo que en su día el fuego destruyó, no permitamos que se convierta este capítulo en una simple efeméride. Recordemos que un día, diez personas que se encontraban en su hogar perdieron la vida y a otros cientos solo les quedaba el consuelo de que la vida era lo único que tenían.