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Nuria Andrés
Hace un año hablábamos de Gaza como la tierra de la muerte. Veíamos en los periódicos las ciudades arrasadas por los misiles israelíes, niños de apenas medio metro de altura corriendo entre gritos de pánico a los hospitales bombardeados por órdenes de Netanyahu. Mujeres, hombres e incluso bebés a los que tenían que amputarles piernas y brazos sin anestesia. Personas que, en el mejor de los casos, sobrevivirían a este exterminio, pero lo harían siendo incapaces de volver a andar, arrebatándoles la posibilidad de volver a vivir de manera digna.

“Francamente, mala suerte”, eso es todo lo que tiene que decir el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, sobre todo lo sufrido en Gaza. Mala suerte es quemarte sin querer en la cocina, tragarte un atasco de tráfico por la mañana o que te caiga una tormenta mientras vas andando por la calle. Pero estar refugiado entre los escombros de lo que antes era tu casa, oyendo los estruendos de los misiles y suplicando que la siguiente bomba que caiga no sea sobre ti, no es mala suerte, es ser víctima de un genocidio. Un genocidio que se retransmite en HD. 

Trump habla de construir resorts entre los escombros de los hogares, de llenar de chiringuitos las calles regadas por la sangre de los cadáveres, crear la Riviera de Oriente Próximo. Como si fuera Cancún.
¿Y los palestinos? Ellos que se vayan donde quieran, a otros países mismo, donde no molesten. Como si ellos no sintieran arraigo por su tierra. Hace unas semanas se firmó el alto el fuego entre Israel y Palestina. Ahora, Israel dice que ya no matan tanto, pero se intenta despojar a los palestinos de toda dignidad humana. 

Estados Unidos ve potencial turístico donde los palestinos solo quieren recuperar su hogar. Dan igual sus recuerdos, afectos o miedos. Para Estados Unidos solo merecen tener que coger sus escasas pertenencias y cruzar la frontera esquivando los misiles perdidos. Todo porque han tenido mala suerte.