La semana pasada descubrimos por qué las mujeres no denuncian. Por qué tardan “tanto” en hablar, por qué prefieren guardar silencio, pese a que ello suponga cargar con el dolor de una agresión sexual. Supimos del por qué de este mutismo al escuchar el interrogatorio del juez Adolfo Carretero a Elisa Mouliáa tras denunciar a Iñigo Errejón por presunta violencia sexual. No debe ser fácil enfrentarse a un proceso judicial cuando delante tienes a un juez que te interrumpe constantemente, que parece no interesarle en absoluto lo que estás diciendo, que te pregunta hasta por qué él te hizo lo que te hizo. Como si tú tuvieras la culpa. Como si, una vez más, la mujer fuera la responsable de haber sufrido una agresión
Fue una filtración la que ha permitido ver estas formas que emplea la justicia, pero, ¿cuántas mujeres se han enfrentado a un proceso similar y no hemos visto?
Cuántas mujeres existirán que han salido de un juzgado preguntándose en qué momento se les ocurrió denunciar, para qué ha servido todo esto, por qué han tenido que pasar ese mal rato o incluso si, realmente, ellas tuvieron parte de culpa por haber sido violentadas. ¿Qué ocurrirá en todas aquellas situaciones en las que no trasciendan las imágenes?
Si hace apenas apenas unos años, a la víctima se le preguntaba si cerró suficientemente las piernas o si el pantalón que llevaba era ceñido o ajustado, ahora a la mujer se le cuestiona si, realmente, denuncia por sentirse agredida o, más bien, porque quería algo con ese señor y “al no corresponderle”, se sintió despechada.
Está claro que una víctima interpone una denuncia cuando se siente preparada, cuando consigue verbalizar los hechos y tiene fuerzas para vivir este proceso, pero también está claro, que si esta es la justicia que le espera, una mujer no “tarda en denunciar” porque se esté inventando una agresión sexual, tarda en denunciar porque cuesta enfrentarse a preguntas como: “¿Se quitó las bragas?” o “¿pero le dijo que parara?”