EFE/ Alberto Estévez
Hay una novela de Ken Follet que cuenta el inicio de la Revolución rusa. Uno de los principales personajes, nada más empezar la historia, promete una implacable venganza contra la represión de los zares, jura que luchará por la memoria de todos los campesinos y que habrá tierra, paz y pan para todos. En cuanto ve que él seguía muriéndose de hambre y que la revolución era costosa de lograr, consigue un billete a Estados Unidos y deja a todos con la promesa incumplida. Él, mientras tanto, a salvo a miles de kilómetros. Vuelve años después a Rusia y nadie se acordaba de él. Su novia le había dejado y se había ido con su hermano y la revolución se había desencadenado sin él porque solo era un cobarde que decidió huir. La historia para su personaje acaba ahí.
Esta semana, Carles Puigdemont volvía a España después de haberlo anunciado a bombo y platillo durante días. Como si fuera a venir desde Bélgica a caballo con capa y espada. Llegó a Barcelona, dio un paseo con sus fieles, dijo cuatro palabras en un mitin y volvió a su madriguera en Waterloo. No consiguieron detenerlo. Nadie se explica cómo, ni por qué, aunque al menos, seguro que ha conseguido protagonizar las carcajadas de muchas sobremesas de agosto con amigos.
Entre Puigdemont y la imperiosa necesidad de un tutor para renovar el Consejo General del Poder Judicial, que no diga Europa que España no participa activamente en la Unión, porque no hay rescate económico que haga pagar lo que les hacemos reír. Después de la excursión de Puigdemont, en Cataluña no pasó nada extraordinario y Salvador Illa fue investido presidente de la Generalitat. Se supone que Puigdemont iba a reventar el pleno del Parlament, pero no lo hizo. Estaba escondido. Dicen que los capitanes del barco son los últimos en irse si se hunde el barco. En Cataluña el barco del procés se hundió hace mucho y siguen eligiendo al mismo capitán que se echa a nadar cada vez que viene una ola fuerte.
Esta semana, Carles Puigdemont volvía a España después de haberlo anunciado a bombo y platillo durante días. Como si fuera a venir desde Bélgica a caballo con capa y espada. Llegó a Barcelona, dio un paseo con sus fieles, dijo cuatro palabras en un mitin y volvió a su madriguera en Waterloo. No consiguieron detenerlo. Nadie se explica cómo, ni por qué, aunque al menos, seguro que ha conseguido protagonizar las carcajadas de muchas sobremesas de agosto con amigos.
Entre Puigdemont y la imperiosa necesidad de un tutor para renovar el Consejo General del Poder Judicial, que no diga Europa que España no participa activamente en la Unión, porque no hay rescate económico que haga pagar lo que les hacemos reír. Después de la excursión de Puigdemont, en Cataluña no pasó nada extraordinario y Salvador Illa fue investido presidente de la Generalitat. Se supone que Puigdemont iba a reventar el pleno del Parlament, pero no lo hizo. Estaba escondido. Dicen que los capitanes del barco son los últimos en irse si se hunde el barco. En Cataluña el barco del procés se hundió hace mucho y siguen eligiendo al mismo capitán que se echa a nadar cada vez que viene una ola fuerte.