Son muchas las mujeres que, por desgracia, tienen una amiga que ha sufrido una agresión sexual, pero, aparentemente, no hay hombres con amigos que hayan cometido una agresión sexual. Los cálculos no dan para tantas agredidas y, aparentemente, tan pocos agresores.
Esta semana conocíamos la historia de Gisèle Pelicot, una mujer a la que, un día, sus hijos le instaron a ir al médico por las continuas pérdidas de memoria que sufría. Algo normal, una situación que podríamos vivir cualquiera de nosotras. Resulta que esas pérdidas de memoria no se debían a una afección de salud como creían sino a que, desde hace años, su marido de toda la vida y padre de sus hijos la drogaba de forma sistemática mezclando somníferos en su comida hasta que se quedaba inconsciente y la ofrecía a otros hombres mientras él grababa como la violaban. Una historia de terror.
En el juicio, ella decidió mostrar su rostro frente a todos los agresores que se escondían en capuchas, gafas de sol y sudaderas. Pidió un juicio en abierto para que la vergüenza, por fin, recayera en quien siempre tuvo que tenerla: el violador.
Durante muchos años se ha luchado por preservar la intimidad de la víctima. Algo lógico y necesario para que una persona pueda intentar continuar con su vida tras sufrir algo tan traumático.
Giséle quiso mostrarse por todas aquellas que fueron víctimas y solo fueron juzgadas, pero nunca se les reconoció como tales. Es una historia aterradora, pero de una mujer normal, una mujer que podría ser tu vecina. Fue violada por decenas de hombres, de distintas edades, carácteres y circunstancias. Hombres que pasean por la calle y que también podrían ser un simple vecino. Esos hombres eran unos bestias, pero, de puertas para afuera, la mayoría de ellos, mantendrían una vida convencional. Era gente aparentemente normal.
Hombres que, en su día, también pensarían que las mujeres exageraban y que se preocupaban más de que metieran a todos en el mismo saco de agresores que de pensar que ellos tenían deseos de violar a una mujer.
Esta semana conocíamos la historia de Gisèle Pelicot, una mujer a la que, un día, sus hijos le instaron a ir al médico por las continuas pérdidas de memoria que sufría. Algo normal, una situación que podríamos vivir cualquiera de nosotras. Resulta que esas pérdidas de memoria no se debían a una afección de salud como creían sino a que, desde hace años, su marido de toda la vida y padre de sus hijos la drogaba de forma sistemática mezclando somníferos en su comida hasta que se quedaba inconsciente y la ofrecía a otros hombres mientras él grababa como la violaban. Una historia de terror.
En el juicio, ella decidió mostrar su rostro frente a todos los agresores que se escondían en capuchas, gafas de sol y sudaderas. Pidió un juicio en abierto para que la vergüenza, por fin, recayera en quien siempre tuvo que tenerla: el violador.
Durante muchos años se ha luchado por preservar la intimidad de la víctima. Algo lógico y necesario para que una persona pueda intentar continuar con su vida tras sufrir algo tan traumático.
Giséle quiso mostrarse por todas aquellas que fueron víctimas y solo fueron juzgadas, pero nunca se les reconoció como tales. Es una historia aterradora, pero de una mujer normal, una mujer que podría ser tu vecina. Fue violada por decenas de hombres, de distintas edades, carácteres y circunstancias. Hombres que pasean por la calle y que también podrían ser un simple vecino. Esos hombres eran unos bestias, pero, de puertas para afuera, la mayoría de ellos, mantendrían una vida convencional. Era gente aparentemente normal.
Hombres que, en su día, también pensarían que las mujeres exageraban y que se preocupaban más de que metieran a todos en el mismo saco de agresores que de pensar que ellos tenían deseos de violar a una mujer.