Esta semana, un grupo de alumnos de un colegio de Canarias pedían que un amigo suyo pudiera regresar a clase. Como hacen el resto de los niños. Se veían obligados a solicitarlo porque ese chico, de un día para otro, había sido trasladado de isla. Sin previo aviso. Sin que pudieran siquiera “despedirse de él”. Como si fuera “mercancía”, escribían conmocionados. Ese niño del que hablaban, era un niño migrante, pero, eso ni lo mencionaban. No les desconcertaba, como, sin embargo, sí lo hacía, que hubiera abandonado su colegio de la noche a la mañana.
Solo unos días después, escuchábamos el terrorífico juicio por el asesinato de Samuel Luiz, el joven de 24 años que murió machacado por una paliza al grito de ‘maricón’. Hubo dos personas que intentaron salvarle de esa lluvia de puñetazos. Eran dos ciudadanos senegaleses. No tenían papeles, de haberlos tenido, aseguraron ante el juez que habrían llamado a la policía. No tenían permiso de residencia y meterse en esa matanza, para ellos, suponía un tremendo riesgo en todos los sentidos.
Aún así, lo hicieron, porque no se creían la ferocidad y el ensañamiento que estaba sufriendo un chico que estaba solo y “tirado en el suelo”. Ellos se comportaron como héroes, pero no eran héroes. Eran personas. Personas que se merecen tener un sitio seguro donde vivir, un lugar a salvo como el que intentaron conseguir para Samuel antes de que lo mataran.
Estos últimos meses, en plena crisis migratoria, muchas voces se han apresurado a decir que la integración de estas personas que vienen en patera es un verdadero problema. Que tienen una cultura y unos valores “muy diferentes a los nuestros”. No sé a cuáles de ellos se refieren exactamente, pero si es así, desde luego, a mí me gustaría que sus valores de intentar salvar a un chaval de que lo maten se parecieran más a los nuestros. Quizás no es tanto imponer nuestro dogmas a los suyos, si no un intercambio de ambos. Quizás.