No hay persona más indefensa que la que acude por la mañana a trabajar. Se cumplen 20 años del 11 de marzo. Todo el mundo se acuerda cómo vivió esa jornada de un invierno que ya se despedía, pero yo tenía cuatro años y mi memoria apenas va más allá de la incredulidad que sentía porque solo se retransmitieran noticias por televisión. Ese día era una herida que no dejaba de sangrar y yo no llegaba a comprender.
Lo que sí recuerdo es el miedo posterior por algo tan mundano como tomar un tren; la sinrazón de aquellos psicópatas que atentaron contra trabajadores y estudiantes sentados en un vagón a las 07:36 horas; o el dolor de algo que veía tan desconocido como cercano, porque las 192 víctimas de ese día murieron en Madrid, pero antes de ser asesinadas, estaban haciendo lo que hacían mis padres o cualquier padre por la mañana.
Yo no me acuerdo dónde me encontraba el 11 de marzo de 2004, pero catorce años más tarde y en una mañana como aquella, estaba en la Universidad escuchando a unos padres que ese 11-M habían perdido a su hijo cuando se encontraba de camino a la facultad.
Pedían que nunca más se silenciara lo que el Gobierno de entonces intentó callar, y yo no comprendía cómo alguien había sido capaz de esconder el dolor de 2.000 heridos y casi 200 personas fallecidas. Esto, sin contar las víctimas en vida.
Yo no recuerdo qué es lo que pensé ese 11 de marzo. Ahora, 20 años más tarde, solo pienso que en esos trenes podríamos haber muerto cualquiera de nosotros. Luego, en los periódicos, veo cómo la cicatriz de ese día sigue supurando en cada portada. También en ellas, en un lateral, están las crónicas de las guerras de fuera de nuestras fronteras y me acuerdo de una cita de Antonio Salas: “En el 11M aprendimos, con sangre, que los gritos del torturado en una cárcel iraquí, de las bombas en las montañas afganas o de los disparos en los territorios ocupados palestinos podría resonar, amplificado, en las estaciones de tren de Madrid”.