EFE/Mohammed Saber
Desde hace un mes, desde aquel 7 de octubre en el que Palestina volvió al ojo público, hemos visto el rostro de miles de niños. Miles de niños que lloran, pasan hambre o tiemblan -literalmente- de miedo al ver que el ejército de Israel acaba, en el mejor de los casos, con todo lo que ellos conocen; en el peor, con ellos mismos.
Niños que tienen que escapar de entre los escombros, que no juegan en el recreo como deberían hacer a su edad, sino que saben perfectamente lo que es sufrir una guerra y por la noche duermen oyendo bombardeos.
Dicen que, en las guerras, se intenta proteger a los más pequeños. En Gaza no se hace. Ahí hemos visto cómo, hace solo unos días, una niña de apenas 4 años lloraba desconsoladamente porque no encontraba a su madre; a otro que se levantaba la camiseta para mostrar los restos de metralla que tenía incrustados en el cuerpo mientras confesaba, buscando una explicación, que no entendía por qué habían matado a su padre, si su padre “era un hombre bueno”. Es curioso, que, con miles de muertos, lo que nos revuelve las tripas son los testimonios de los vivos.
Este viernes, el país de Netanyahu bombardeaba un convoy de ambulancias. Son más de 6.000 los palestinos que han sido asesinados. Con estos hechos, y estas macabras cifras, ¿Alguien se atreve a no condenar la violencia de Israel?
España ya ha denunciado en las calles el genocidio que está sufriendo Palestina, pero tienen que ser las instituciones las que den la cara y denuncien la masacre que sufre el pueblo palestino.
No pueden mantenerse en la equidistancia cuando su silencio justifica la muerte de miles de personas.
Si en 2022 hubo una respuesta unánime con la Guerra de Ucrania, señalando a Rusia como país invasor, ahora tenemos que reprobar el comportamiento de Israel y nombrar las cosas por su nombre: Es violencia en su estado más cruel. No podemos cambiar el argumento ahora, no cuando sigue habiendo miles de niños que mueren día a día.
Niños que tienen que escapar de entre los escombros, que no juegan en el recreo como deberían hacer a su edad, sino que saben perfectamente lo que es sufrir una guerra y por la noche duermen oyendo bombardeos.
Dicen que, en las guerras, se intenta proteger a los más pequeños. En Gaza no se hace. Ahí hemos visto cómo, hace solo unos días, una niña de apenas 4 años lloraba desconsoladamente porque no encontraba a su madre; a otro que se levantaba la camiseta para mostrar los restos de metralla que tenía incrustados en el cuerpo mientras confesaba, buscando una explicación, que no entendía por qué habían matado a su padre, si su padre “era un hombre bueno”. Es curioso, que, con miles de muertos, lo que nos revuelve las tripas son los testimonios de los vivos.
Este viernes, el país de Netanyahu bombardeaba un convoy de ambulancias. Son más de 6.000 los palestinos que han sido asesinados. Con estos hechos, y estas macabras cifras, ¿Alguien se atreve a no condenar la violencia de Israel?
España ya ha denunciado en las calles el genocidio que está sufriendo Palestina, pero tienen que ser las instituciones las que den la cara y denuncien la masacre que sufre el pueblo palestino.
No pueden mantenerse en la equidistancia cuando su silencio justifica la muerte de miles de personas.
Si en 2022 hubo una respuesta unánime con la Guerra de Ucrania, señalando a Rusia como país invasor, ahora tenemos que reprobar el comportamiento de Israel y nombrar las cosas por su nombre: Es violencia en su estado más cruel. No podemos cambiar el argumento ahora, no cuando sigue habiendo miles de niños que mueren día a día.