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N.A.
No es lo mismo alzar la voz contra una injusticia, que quedarte callado mientras sucede y pensar, para tus adentros, sin que nadie pueda percatarse de nada, que es una barbaridad. No basta con que un lugar se diga que es seguro, también tiene que parecerlo. Esta semana se celebra la fiesta del Orgullo LGBTIQ+ y en muchos lugares donde antes ondeaba la bandera arcoíris, ya no lo hace. 

No es casual ni anecdótico. Llevaban años amenazando con quitarlas y ahí donde unos solo ven un trozo de tela, otros, que pertenecen al colectivo, intuyen que, en el lugar donde no se atreven a colgar la bandera, ahí no es. 

Los tiempos del “haz lo que quieras, pero hazlo en tu casa”, ya se quedaron atrás. Ahora sabemos que los derechos y la libertad también se muestran, se comparten y se exhiben en las calles. Colgar la bandera del colectivo en las instituciones nunca ha sido para decorar, la fiesta del Orgullo no es un atrezzo ni un festival del que sacar entradas anticipadas. 

Mostrar la bandera quiere decir que en ese lugar donde serpentean los colores, también lo hace la libertad de mostrarte tal y como eres, que es un lugar donde puedes besar a quien quieras y nadie debe señalarte con el dedo por hacerlo. Es un lugar donde no tener miedo. 

No olvidemos que las calles aún no están ganadas para todas. Que hay gente que todavía siente miedo al quedar con otra persona por quien pueda aparecer alrededor. Hay gente que aún no se siente libre de amar a quién quiera. Mientras eso pase, yo sí pido que cuelguen las banderas en todos los ayuntamientos y ministerios y espero que también pongan la del Día Mundial Contra el Cáncer, del Día Mundial Contra la ELA o la del Día Mundial Contra la Violencia de Género. Aunque no tengan nada que ver unas con otras.

Sé que esas banderas no hacen daño a nadie y con que una sola persona se sienta arropada por alguna de estas telas ya es suficiente. No discriminan ni señalan a nadie, pero la ausencia de ellas sí lo hace.