EFE
Podría decir que no tengo palabras para explicar lo que pasó hace ya seis días a tan solo un par de kilómetros de mi casa, pero es una expresión que detesto. Siempre hay palabras, lo que pasa es que en ciertas ocasiones (y esta es una de esas) no resulta fácil ponerlas sobre el papel. Sigo impactado. Por la mañana, al ver que en la capital no había caído ni una gota llegué a bromear sobre la, por entonces, amenaza de tormentas fuertes en toda la provincia de Valencia. Todavía me arrepiento de haber pensado que eran cuatro gotas. Más todavía después de dos jornadas de agotador trabajo, primero en Sedaví y ayer en Paiporta. El panorama es desolador.
Nada más llegar a uno de estos municipios, la primera imagen impacta. Ha pasado tiempo más que suficiente para ver vídeos e imágenes de la tragedia, pero tener ese primer contacto con la catástrofe obliga a tragar saliva. Los coches apilados unos encima de otros, los muebles de las viviendas reducidos a basura, los locales destrozados, las calles cubiertas por el fango…Si tuviera que hacer un retrato del apocalipsis no distaría mucho de lo que he podido ver estos dos días con mis propios ojos.
Eso sí, en medio de la hecatombe también brilla algo de luz. Nunca antes había visto una muestra de solidaridad de una magnitud tal. Una oleada de cariño hacia aquellos que lo han perdido todo encabezada por una generación -sí, la maldenominada “de cristal”- de la que algunos se atrevieron a insinuar que tenía menos humanidad. En medio de la tragedia sale a relucir la realidad.
Dudo mucho que el trabajo de los voluntarios sea suficiente para recuperar la normalidad a corto o medio plazo. Pero, sin duda, es esencial. La mayor catástrofe natural de la historia del país no nos hará mejores, como ya debimos haber aprendido de la pandemia. Sin embargo, sí que servirá para demostrar que cuando parecía que la habíamos perdido por completo, todavía queda algo de humanidad. Es otra palabra con la que puedo describir lo que se vive a un par de kilómetros de mi casa. Me quedo con esta.
Nada más llegar a uno de estos municipios, la primera imagen impacta. Ha pasado tiempo más que suficiente para ver vídeos e imágenes de la tragedia, pero tener ese primer contacto con la catástrofe obliga a tragar saliva. Los coches apilados unos encima de otros, los muebles de las viviendas reducidos a basura, los locales destrozados, las calles cubiertas por el fango…Si tuviera que hacer un retrato del apocalipsis no distaría mucho de lo que he podido ver estos dos días con mis propios ojos.
Eso sí, en medio de la hecatombe también brilla algo de luz. Nunca antes había visto una muestra de solidaridad de una magnitud tal. Una oleada de cariño hacia aquellos que lo han perdido todo encabezada por una generación -sí, la maldenominada “de cristal”- de la que algunos se atrevieron a insinuar que tenía menos humanidad. En medio de la tragedia sale a relucir la realidad.
Dudo mucho que el trabajo de los voluntarios sea suficiente para recuperar la normalidad a corto o medio plazo. Pero, sin duda, es esencial. La mayor catástrofe natural de la historia del país no nos hará mejores, como ya debimos haber aprendido de la pandemia. Sin embargo, sí que servirá para demostrar que cuando parecía que la habíamos perdido por completo, todavía queda algo de humanidad. Es otra palabra con la que puedo describir lo que se vive a un par de kilómetros de mi casa. Me quedo con esta.