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EFE

Regreso olímpico

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Javier Gascó
Mis vacaciones han llegado a su fin. Sí, ya sé que todavía estamos a principio de agosto y que la gran mayoría de lectores de estas líneas probablemente lo hagan desde esa bendita tranquilidad de no tener ningún tipo de responsabilidad que tan solo se consigue un par de veces al año, per qué le voy a hacer. En julio me tocó disfrutar de lo lindo y ahora me toca lo otro. Lo menos bonito.

La semana de regreso tras vacaciones siempre es dura: contraseñas olvidadas, ordenadores desactualizados, temas desconocidos, redacciones bajo mínimos… En fin, un panorama desilusionante, por ser muy sutil en la descripción.

Por delante, además, un mes en el que la información reluce por su ausencia, por lo que se tiene que hacer frente a un doble desierto, el climático y el informativo.

Entre tanto pesimismo sólo una cosa me está haciendo muy feliz estos días: los Juegos Olímpicos. Nunca he sido muy seguidor de las grandes competiciones deportivas, ya que disfruto mucho más de las temporadas regulares en las que da tiempo de sobra para entretenerse, aburrirse y volverse a entretener, pero este año no logro despegar la vista de la televisión. Y en cualquier televisión que me rodea siempre se está disputando una competición deportiva.

De la gran mayoría no tengo ni la menor idea, más que nada porque cada vez se añaden deportes más extraños, pero disfruto como un enano viéndolos.

No sé si el espíritu olímpico se ha apoderado de mí o si el regreso a la rutina me ha golpeado con la mano abierta, pero me he emocionado un poco estos días atrás viendo a Leon Marchand ganar cuatro oros en la piscina, a Simone Biles regresar más fuerte que nunca para volver a coronarse como campeona o a una generación de estrellas españolas del baloncesto remar para caer en la orilla.

Todo eso son los Juegos Olímpicos. Esa emoción es el deporte. Lo mejorcito de la semana, sin duda.